Cuando se ordenó sacerdote, Don Bosco, en la Memoria del Oratorio, escribió una guía de conducta que ha servido a muchos (sacerdotes y seglares, entre los que me cuento) también como guía de vida. A la manera de Don Bosco están ahí, con sencillez y claridad, los puntos esenciales para una vida feliz.
+ No haré paseos sino por necesidad grave, como visitar a los enfermos.
+ Organizaré rigurosamente bien el tiempo.
+ Padecer, trabajar, hacerme humilde en todo, sobre todo cuando se trata de salvar almas.
+ La caridad y la dulzura serán mi norma.
+ Siempre estaré contento de la comida que se me presente.
+ Beberé vino aguado y sólo cuando lo reclame la salud.
+ El trabajo es un arma poderosa contra los enemigos del alma, por ello daré al cuerpo sólo el descanso necesario.
+ Destinaré cada día un tiempo a la meditación y a la lectura espiritual. Durante el día haré una visita al Santísimo Sacramento…
Algo que me gusta mucho de este «decálogo» de Don Bosco es la sencillez del sacerdote alegre, del que sabe cuál es su misión y por qué es sacerdote. Lo que me anima a mí, como laico, a descubrir la misión de Dios en mi vida y hacerla valer sin aspavientos, sin quejas, sin caras alargadas ni mañas perniciosas. El cristianismo de Don Bosco era abierto, diáfano, como una mañana de agosto, de estas mañanas en las que podemos ir a tocar, o mejor, a orar frente a sus reliquias que recorren nuestro atribulado país.
Para aquellos que andan buscando la fórmula mágica de sacar a México del atolladero moral en que se encuentra, Don Bosco tiene una intuición preciosa:
Se puede amar a Dios y estar al mismo tiempo honestamente alegres; se puede ser cristiano y al mismo tiempo honrado y laborioso ciudadano.
En otras palabras: se puede ser bueno sin necesidad de ser tonto. Y se puede contribuir al milagro del renacimiento de la Patria si, en serio, confiamos en Dios.