Es para nosotros un gran orgullo el que varias jovencitas y jovencitos, hijos de esta gran familia que es El Observador, hayan decidido, este verano, tomar sus vacaciones en diferentes tipos de misión.
(Foto: Misión de Kainuk, Kenia, Africa).
Tres de ellas, mis dos hijas, Luisa y Mayte, y Paschale, la hija de Javier Algara, están con los Misioneros de Guadalupe en Kenia. Sofía Torres-Arpi acaba de llegar de seis meses en Calcuta; Gerardo y Marcela Adame misionan con sus hijos en un pueblo del semidesierto queretano; hasta las pequeñas de Paco y Cuqui Sáenz andan en diversos rumbos de México, dejando su alegría de transmitir a Cristo en la vinculación con el otro más necesitado.
A Maité, mi esposa, y a un servidor nos da muchísimo gusto que esto suceda. Misionar no es fácil, menos como lo están procurando hacer Paschale Algara, en Kibera, la ciudad perdida más grande de África, o Luisa y Mayte, en el norte de Kenia, en la Misión en Kainuk, a 13 horas por carreteras dificilísimas, de Nairobi. Los padres Roberto Villalobos, de Nayarit, y Francisco Trujillo, del Estado de México, son sus guías, pero también las orienta la necesidad de conocer a Dios que tiene el pueblo de Turkana, nómadas que viven en la pobreza extrema pero que poseen un corazón en el que Cristo se refleja de inmediato.
Para ellos –me han dicho los Misioneros de Guadalupe (una orden mexicana que lleva a nuestra morenita del Tepeyac a muchos rincones del mundo y enseña, a través de ella, el amor del Padre)— la sola presencia de las niñas es un regalo. Y creo que para todos los que son tocados por el verdadero espíritu misionero, que no es otro sino restablecer la vida del alma que une y no separa a los hombres.
Es una bellísima manera de «gastar» las vacaciones. Y una señal que a todos nos alerta y nos alienta: Dios está presente en nuestra vida, aun cuando el universo publicitario nos llama a desterrarlo, a embrutecernos de no hacer nada porque «nos lo merecemos». Esas jovencitas y esos jovencitos en estado de misión son la nueva sangre católica que recorre –venturosamente— las venas de la Iglesia.