Cómo no te voy a querer, Iglesia mía, una y santa, una y católica, una y apostólica, si tú me has dado sentido y pertenencia; si tú me has llenado el corazón de ganas de perdonar; si tú conmemoras, a diario, en cada rincón de mi Patria, el sacrificio puro y santo de Jesús por el perdón de mis pecados.
Cómo no te voy a querer si desde donde sale el sol hasta el ocaso ofreces, en el altar, el memorial sin mancha que dignifica mi vida, reúne a mi familia en torno a Jesús y, al mismo tiempo que anuncias su muerte, proclamas su gloriosa resurrección que es, también, la certeza de mi propia resurrección.
Cómo no te voy a querer, si te veo en los ojos alegres de tantos sacerdotes, diocesanos y religiosos, ministros de la felicidad eterna, vocaciones sublimadas, padres espirituales del mundo para que el mundo conozca a Jesucristo y encuentre en su Palabra el camino, la verdad y la vida.
Cómo no te voy a querer, si en las religiosas alimentas el reencuentro del «hágase en mí según tu palabra» de María, y esa disposición encuentra en el camino al leproso, al enfermo de SIDA, al encarcelado, al solitario moribundo, al pobre, al desnudo, al hambriento, para ponerlo bajo tu custodia.
Cómo no te voy a querer si me enseñaste a orar, a juntar las manos y pedirle a Dios no por mis flaquezas para que las cure, sino por la conversión de mi corazón y por que esa conversión tenga una dimensión de amorosa solicitud, de ayuda, a quienes sufren al lado mío.
Cómo no te voy a querer si me has enseñado a no quedar indiferente ante el dolor, ante la tristeza, ante la desesperanza y el abandono; si me empujas, con mano firme, a no perder mi alma por ganar al mundo, a no dejarme arrollar por los peligros del demonio, a no dejar de orar a tiempo y a destiempo.
Madre Iglesia, hoy el Vicario de tu Esposo, el Papa Benedicto XVI, enfrenta el lodazal, la inmundicia de quienes quieren asegurarse que el pecado es lo único que habla en la tierra. Soy muy mal hijo tuyo, pero —mira qué cosa curiosa— hoy te quiero mucho más. Esos dardos envenenados me abren el deseo mayúsculo de conocerte, de servirte, de anunciarte.
Aquí estoy, madre mía, reflejo y suma de mi propia madre y de la Madre de todos los hombres.
Aquí estoy, para lo que se te ofrezca.