Tras de mirar los últimos desfiguros de la política mexicana, con el caso Michoacán como telón de fondo, uno no puede dejar de pensar la falta que le hace a este país un testimonio y una grandeza como la de santo Tomás Moro, el patrono de los políticos.
Lo que hizo grande a Moro no fue su absurda muerte ocurrida el 6 de julio de 1535, por oponerse a reconocer al rey de Inglaterra (Enrique VIII) como autoridad eclesiástica, por encima del Papa. Lo que hizo grande a Moro fue que, pudiendo haber sobrevivido negando su conciencia (y dando paso a que el rey se divorciara y se volviera a casar por la ley religiosa), prefirió a ésta por encima de su propia vida. ¿Resultado? El rey mandó que le cortaran la cabeza.
Por eso es el más hermoso de los ejemplos que un político puede conocer, el mejor de todos, pues siendo como era Tomás Moro un hombre que gozaba de la vida, un amante de su mujer, de su familia, de la buena mesa y del saber universal; un consumado político, abogado, filósofo y escritor, prefirió dar su vida que dejarse consumir por el poder. Dar ejemplo de rectitud moral antes que salvar el pellejo.
Su queridísima hija Margaret le pedía que se retractara, en nombre de toda la familia, de su opinión sobre el matrimonio de Enrique VIII. Moro respondía que nada le gustaría más que volver a casa, pero que, desgraciadamente, no podía. No podía torcer los principios por «causa de fuerza mayor»; no podía dejar de señalar que el poderoso estaba en un error. No podía, en suma, proponer la mentira como norma política ni la falsedad como signo de convivencia entre los ciudadanos ingleses del siglo XVI.
Algunos servidores públicos en territorios manejados por el narcotráfico aducen que los delincuentes les ponen en la disyuntiva de escoger entre «plata o plomo». Es cierto y debe ser terrible. Pero el que escoge la plata sabe muy bien que está rompiendo con el fundamento de su vocación. Más si es católico. Por eso necesitamos, urgentemente, un Tomás Moro que nos diga que se puede ser político y santo cuando se está dispuesto a iluminar al mundo con el compromiso irrenunciable del Evangelio.