Es difícil la fama. Más cuando no se está preparado para enfrentarla. El padre Alberto Cutié, célebre por sus apariciones en medios de comunicación hispanoparlantes de Estados Unidos, ha sido pillado por un paparazzi en la playa de Miami, lugar donde reside, abrazando y besando a una muchacha con la que mantiene relaciones desde hace años.
Después de ser exhibido en una revista de la farándula, ha dado entrevistas en diferentes canales de TV, diciendo que lo suyo «es amor» y que, de cualquier manera, ya andaba con la idea de casarse y seguir siendo sacerdote. Una iglesia episcopal le dio pista para que «cumpla» su «sueño». Es un buen bussines.
La verdad es que Alberto Cutié, en su condición de sacerdote, debió separarse de su ministerio desde que inició una relación contraria al sacerdocio; separarse por sí mismo, sin el pretexto que argumenta ahora de exigir sea opcional el celibato sacerdotal. Que él no haya podido sostenerlo no significa que no existan miles de sacerdotes heroicos, sacerdotes que donan su corporeidad por la Iglesia y por nosotros, los hijos de la Iglesia. Gracias a Dios, la inmensa mayoría.
En su ordenación hizo promesa de celibato. A Dios no lo engañó. Se engañó a sí mismo. Era y es su responsabilidad seguirla o quebrarla; no la del obispo que lo ordenó; no la de la Iglesia que le dio todo. Nadie está obligado a regalar un regalo. Se es sacerdote por donación propia; por amor a Dios y a los hombres.
Algunos de sus «fans» han salido a la calle a defenderlo, atacando a la Iglesia. También han aprovechado la temporada los detractores, que son manada ¿Es eso justo, Padre Alberto? Por supuesto que no. Los hijos de la luz evitan aliarse con quienes quieren corregirle la plana a Cristo. El sacerdocio es libertad de amor irrestricto. Querer no es poder. Se trata de algo más arduo: entregar la vida por valores que nos sobrepasan. Por eso muchos nos quedamos a la orilla. Y no salimos luego con el cuento de que la Iglesia católica tiene la culpa de que no podamos ser curas y padres de familia al mismo tiempo. Como decía aquel torero: «lo que no se puede, no se puede; y además, es imposible».