Después de 17 años en coma vegetativo, por un accidente automovilístico sucedido en 1992, Eluana Englaro, de 38 años de edad, murió al serle desconectadas —por orden de su padre, Beppino Englaro— las vías de alimentación e hidratación en la clínica Quiete, de la ciudad italiana de Udine.
¿Murió o la mataron? La Iglesia católica, con el «ministerio de salud del Papa», el cardenal mexicano Javier Lozano Barragán al frente, ha sido muy clara al respecto del «caso Eluana» que en los últimos tres meses ha conmovido a Italia: la mataron. Una ley que prohibía desconectarla –promovida por el primer ministro de Italia, Silvio Berlusconi—llegó demasiado tarde. El lunes pasado, a las 8 de la noche, Eluana entregaba su espíritu al Padre.
Es obvio que se trata de un caso flagrante de eutanasia, pues no hay registro (aunque muchos dicen haberla oído decir) de que Eluana estuviera a favor de acelerar la muerte de quien no puede valerse por sí mismo. El asunto quedó en manos de su padre y de los médicos, pues había muchísima gente dispuesta a cuidarle, aunque estuviera entubada, el resto de sus días.
El padre Federico Lombardi, portavoz de El Vaticano, dijo: «Ahora que Eluana está en paz, esperamos que su caso, después de tantas discusiones, sea motivo para todos de una reflexión serena y de búsqueda responsable de los mejores caminos para acompañar a las personas más débiles, con amor y cuidadosa atención, con el debido respeto del derecho a la vida».
Y eso es lo más importante: que se respete la dignidad de toda persona humana, desde su concepción hasta su muerte natural. Si comenzamos a decir «aquí sí hay persona, aquí no hay persona», terminaremos por considerar que existen personas «prescindibles», obteniendo, con ello, patente para eliminar a los «superfluos» por el simple método de matarlos cuando no pueden expresar su voluntad de vivir.
Eluana era una persona; merecía vivir aunque alguna de sus funciones (no todas) hubiesen cesado. Los partidarios de la eutanasia aplauden al vacío.