De alguna u otra forma, todos hemos sentido el llamado a las misiones. Cuando pequeños, escuchábamos hablar de las tribus nómadas del desierto, o del oriente extremo, donde los jesuitas (ahora retratados en la película Silencio) daban su vida por convertir al Japón…
Desde luego, se trataba de una imagen romántica de la misión, de las misiones y de los misioneros. Nada más acercarnos a la realidad, a las orillas de nuestro pueblo, caíamos en cuenta que el sentido era otro. Porque ser misionero –serlo en serio– es asumir una de las formas más profundas del cristianismo: la gratitud. Continuar leyendo