En la Vigilia con los fieles a la Divina Misericordia, el pasado sábado en San Pedro, el Papa Francisco nos punzó –una vez más, y por si falta hiciera—el corazón del cristiano (el que debería tener el cristiano).
Habló de la palabra olvidada; de las palabra que ya no decimos o porque no es “bien vista” por los que me rodean, o porque “nos compromete”. Hablo de la palabra “ternura”. Hace tiempo se volvió cosa de afectados, de sensibilidades demasiado delicadas, de gente sin qué hacer. Continuar leyendo
Falleció el 2 de abril de 2005 a las 21:37 (la noche previa al Domingo de la Divina Misericordia, festividad que él mismo había propuesto). El llanto universal “creció en diluvio”. Dejaba en la orfandad espiritual a millones de seres humanos. Católicos o no. Fue magno en su vida y en su muerte.
Apunté una frase del libro Ser cristiano, ¡esa osadía! (Verbo Divino, Estella, 1960), del padre Carl Bliekast que, en su momento, me pareció muy interesante y hoy me parece maravillosa: “Muchos tienen el valor de entregarse a algo, pero ¿quién tiene el (valor) de perderse en algo? A Dios no puede uno entregarse. En Dios es necesario perderse”.
Estaban muy quitados de la pena los asistentes al Ángelus del pasado domingo, escuchando al Papa Francisco, cuando, de pronto, surgió en el Santo Padre el humor desbordante del Padre Jorge. Les dijo que les iba a recetar a todos los ahí presentes una nueva medicina. Como acababa de estar resfriado, la gente seguramente pensó que se trataba de una medicina para el catarro. El Papa preguntó: