Ir al cine, en México, puede ser una de las experiencias más desagradables, sobre todo si uno quiere pasar un rato de tranquilo esparcimiento. Aun si se ha elegido la película en pareja, como es nuestro caso, tras de informarse lo más que se pueda sobre el filme en cuestión.
Primero que nada, los precios de las dulcerías son exorbitantes. Luego, la cartelera de las películas por venir nos asalta con imágenes de sexo desbocado, violencia y muerte. Sin embargo, hasta ahí uno puede desviar la vista y conversar de otras cosas, esperando la entrada a la sala. Pero una vez dentro de ella, se es cautivo de una serie de anomalías que me gustaría detallar.
De entrada, la publicidad. Se supone que uno ha pagado el boleto no para ver anuncios como en la televisión (que es «gratuita» porque se financia con los comerciales publicitarios). Luego, los «cortos» de los filmes que van a estrenarse próximamente. Una colección de indecencias colocadas al alcance de personas que eligieron una diversión en apariencia sana, incluso cuando se han llevado niños a ver una peli con clasificación «A».
Por ejemplo, en la última película de Woody Allen (París a medianoche), aparecen «cortos» de un largometraje sobre un señor que tras treinta años de matrimonio y por la muerte de su esposa, descubre a su hijo que es homosexual y que, de ahora en adelante, ejercerá lo que tuvo escondido en el clóset por «amor» a su señora. Luego, otra película futura en la que una mujer que ha tenido menos de 20 amantes (el promedio de amantes que «debe» tenerse antes de encontrar un hombre con el cual enrolarse más o menos de forma estable), busca y no encuentra uno que le satisfaga, hasta que se hace acompañar por un gay… Y así, sucesivamente. Desde luego, en la película de Allen —quien es un buen cineasta, con una moral bastante mala— aparecen parejas que viven juntas con la anuencia de los papás, separaciones, divorcios, amoríos de todo tipo, sin que se cuestionen ni sus causas ni sus (terribles) consecuencias. Así son las cosas, y así deben ser.
Esto último es lo que lastima. La indecencia se ha vuelto costumbre. Y lo que vemos en el cine es un mundo diametralmente opuesto ya no digamos a la moral cristiana, a los valores objetivos, universales, compartidos por la humanidad como signo de cultura y civilización. Desde luego, nadie nos obliga a gastar dinero en palomitas, refrescos e infidelidades. Pero tampoco nadie nos impide implorar decencia. Sobre todo, porque la indecencia rampante está matando el alma de nuestra gente y regando de muertos vivientes nuestras avenidas.