Según lo dicen muchos comentaristas de radio y televisión, muchos escritores, algunos dizque sabios, otros definitivamente zafios, la ciencia y la fe andan de la greña. Más aún: que la Iglesia católica (y sacan a relucir primero a Galileo, después a Darwin, sin haber leído a éste y sin haber comprendido nada de aquél) ha sido una piedra en el zapato hacia el conocimiento de la naturaleza. Dicen que los católicos somos trogloditas, torpes y resignados a los dogmas. Y que tratamos de imponer a los demás, por la fuerza y la violencia, lo que nos dicta la jerarquía y que repetimos como loros, pues le tenemos miedo a todo.
Ya hemos escuchado hasta el hartazgo esta cháchara. Ahora, con este número del periódico, aprovechando el Año de la Astronomía, salimos al paso de tanta acusación sin sustento. Diremos que la Iglesia no solamente no es un obstáculo para la ciencia, sino es el origen de buena parte de la ciencia en Occidente, así como el cristianismo lo es de las leyes y de las instituciones que nos rigen, y que consideramos —con razón—emanaciones legítimas del genio humano.
Hace pocos días leía sobre el origen del universo. Y, al igual que cuando he leído los libros de Stephen Hawking, me topé con las mismas preguntas: ¿Y qué pasó en el 0.000 0000 000 001 segundo de la creación del universo? ¿Puede ser una casualidad o una confusión de fuerzas lo que motivó el big-bang, la explosión según la cual dio inicio el cosmos? ¿Puede resultar un orden como el de la naturaleza de un azar de fuerzas electromagnéticas que, de pronto, se unieron para producir la vida? La ciencia, por más que se esfuerce, no va a conseguir explicar lo inexplicable. Y no lo va a hacer porque –—aun el más descreído de los científicos lo intuye— en el inicio está Dios.
La gran contribución del cristianismo es que en él no hay lugar para la contradicción entre lo que dice la fe y lo que subraya la ciencia. La fe y la ciencia van de la mano porque responden tanto a la curiosidad innata del hombre como a su sentido de pertenencia a algo que lo rebasa. La fe —lo ha dicho Benedicto XVI— no sustituye a la ciencia, simplemente la purifica. Y ese es nuestro credo.