Durante mi doctorado en Madrid, tuve un profesor comunista que se burlaba de la Iglesia a troche y moche. Pero cuando llegaba a hablar de Juan XXIII, invariablemente decía que ese Papa si era creyente, porque si no lo fuera, no habría nunca convocado al Concilio Vaticano II. El Papa Juan creía en la Providencia. Y se atrevió a lanzar la iniciativa del concilio no porque fuera un revolucionario, sino porque era profundamente conservador. Sabía muy bien que los verdaderos progresistas son los grandes conservadores: los que ven adelante desde la raíz.
Las reformas radicales nunca han tenido sentido. La visión de Juan XXIII y de Pablo VI fue la misma: la Iglesia tiene que ver al mundo y dejar a un lado la noción simplista y un poco burocrática de que es el mundo el que está obligado a ver a la Iglesia.
Hay un tema fundamental que, yo creo, marca el «espíritu» del Vaticano II: la ausencia de condenas. Unos días antes de la apertura del concilio, 1962, al Papa Juan le fue comunicado que tenía cáncer. Nombró a su confesor, monseñor Cavagna, asesor en los trabajos previos y en las primeras sesiones del concilio. Una ocasión le llevó un borrador y el Papa sacó su regla de doble decímetro. Midió la longitud de condenas y de alabanzas que el borrador contenía. Y le dijo a monseñor Cavagna:
–Aquí se contienen quince centímetros de condenas y sólo dos de alabanzas. ¿Así es como vamos a entendernos con el mundo?
Ni condenar ni hacernos víctimas. El mundo espera de nosotros lo que Dios espera de nosotros: avanzar en el amor. Hubo un concilio ecuménico hace 50 años. Y ésa fue su consigna. Hoy debemos, todos, volverla a poner en práctica.
Publicado en El Observador de la Actualidad