Entre 1995 y 1996, el conocido escritor Umberto Eco y el cardenal arzobispo de Milán, Carlo María Martini, sostuvieron un diálogo epistolar en la revista italiana Liberal, del que surgió el libro ¿En qué creen los que no creen? Se trató de un debate, al más alto nivel, sobre algo que resulta esencial en nuestro mundo: los fundamentos de la ética.
Palabras más, palabras menos, la postura de Eco fue que cualquier imposición ética desde fuera de la persona y desde el misterio es una violación a la conciencia; mientras que Martini sostenía que el cimiento de la dignidad de la persona viene del hecho de que todos los seres humanos estamos abiertos hacia algo más elevado y más grande que nosotros mismos.
Con su acostumbrada firmeza y suavidad, Martini llevó a Eco –y a los miles de lectores de este intercambio de cartas— a enfrentar el dilema del humanismo ateo. Si el hombre es la medida de la ética, la ética se desliga de la verdad para caer en la convención (o en la conveniencia). ¿Y qué es la verdad?, preguntaba con sorna Pilatos a Nuestro Señor. La verdad tiene un sustento en lo que rebasa al hombre. Es un referente que no se muda con el tiempo. Para Jesucristo, la Verdad es la vida. Porque la vida es el camino que conecta con el Padre.
El humanismo ateo afirma (con determinación) que nada puede ser determinado. Su horizonte es la nada. La náusea. El sentimiento irracional y depredador de que «el infierno son los otros». El cardenal Martini, sin condenar a Eco, termina diciendo que esas insuficiencias sobre el bien y la verdad dan por resultado el imperio del mal en el mundo.
Descanse en paz un maestro de estos tiempos.
Publicado en El Observador de la Actualidad