Nadie entre nosotros es capaz de predecir la conducta del otro. Es la libertad, don precioso de Dios, la que hace que el humanismo aflore y se afiance. Una historia que leí alguna vez me dio la impresión de que captaba la esencia de la cortesía cristiana –por un lado—y de la insensatez con que nos conducimos –por el otro:
Cada noche el ciego encendía su lámpara de aceite y salía a visitar a sus vecinos y amigos.
Toda la población se reía de él, ni faltaba quien dijera:
–Este ciego está loco. Si no ve, ¿de qué le sirve la lámpara encendida…?
Tampoco faltó quien se lo preguntara al propio ciego, y éste le explicó:
–La lámpara encendida no es para ver yo, sino para que los demás me vean a mí, y eviten lastimarse y lastimarme.
La fe católica es una lámpara para el oscuro país que hoy habitamos. En Mérida acabo de leer en una barda: Dios salve a Yucatán y a México». Dios no nos va a salvar de nuestra risa frente a los pocos ciegos que transitan alumbrando las tinieblas de la violencia: el padre Solalinde, por ejemplo.
No necesitamos héroes. Cuando una sociedad precisa de héroes para despertarse es que estaba muerta y no se había dado cuenta. Necesitamos católicos «normalitos», gente de sentido común, que salga a la calle a iluminar el día con el Rosario en el bolsillo y la cortesía en la mirada.
Se reirán de nosotros. Claro que sí. Al final de la tarde habremos evitado lastimar y que nos lastimen. La cortesía es la virtud más grande que Jesús nos entregó. Es la reina de las pequeñas virtudes. La lámpara del ciego que ilumina al mundo.
Publicado en El Observador de la Actualidad