Los seres humanos tenemos una predisposición, muy desarrollada, a simplificar. De la misma forma en que estudiamos la Historia –con mayúscula–, analizamos la Actualidad –también con mayúscula–: mediante un depurado proceso de simplificación.
La Actualidad, ese lugar en el que todos vivimos pero nadie existe, se circunscribe a tres noticias de carácter nacional y sus tantos de carácter mundial. Duarte, Peña Nieto y el peso mexicano; Trump, Donald Trump y el presidente electo de Estados Unidos de América. Una triada escurridiza que muta con extrema facilidad.
En esa Actualidad, la vida sencilla desaparece de un brochazo. Las pequeñas historias, nuestras historias, son devoradas por un monstruo que todo lo sabe, que todo lo ordena, y que todo lo olvida.
Ante esta paradoja, surge una duda: ¿en dónde nace la esperanza? La primera intuición, la que nuestro instinto simplificador nos despierta, nos hace pensar que la esperanza nace en lo grandioso, surge de los protagonistas de la Actualidad. Por eso nos encomendamos a caudillos y gobernantes. En ellos fincamos nuestra esperanza. Pensamos que son ellos los que van a cambiar nuestras vidas. Y cuando los caudillos nos fallan, perdemos toda esperanza. Cuando Peña Nieto nos falla, cuando Trump es elegido presidente, pensamos que todo a nuestro alrededor se oscurece.
Pero ese instinto simplificador se equivoca. La esperanza no nace en lo grandioso, no surge del megalómano en turno. Eso quedó muy claro hace más de dos mil años, cuando la Esperanza –la única digna de llevar mayúscula– nació en un rincón perdido del Imperio Romano, en un pesebre humilde, entre personas sencillas, en el misterioso silencio de la noche.
Por Francisco Septién Urquiza
Publicado en El Observador de la actualidad No. 1115