Aturdido por las bombas, cubierto de polvo, el rostro ensangrentado, sentadito en una ambulancia como si estuviera castigado en el cole, o participando en una merienda de personas mayores, el pequeño Omran Daqneesh me mira, te mira, nos mira a todos con la incredulidad de la inocencia frente al mal.
Sucedió en Alepo, la ciudad de Siria en la que se disputa –dicen—la batalla final entre las fuerzas leales al gobierno y grupos rebeldes, apoyados, unos y otros, por diversas potencias internacionales. Es difícil, muy difícil saber qué está pasando en realidad en Alepo, en el resto de Siria, como ayer lo fue (o lo sigue siendo) en Irán, Iraq, Argelia o Afganistán. Pero los ojos de Omran, fijos en la cámara, sus manitas sacudiendo el polvo de la silla donde lo sentaron para llevarlo al hospital, la seriedad majestuosa de su semblante, hace palidecer de vergüenza al mundo.
¿Qué es lo que estamos haciendo con la inocencia? Un derramadero de sangre. Una apuesta a favor del diablo. Pronto vendrá la jornada mundial por la paz en Asís, a la que asisten 400 líderes religiosos del mundo, encabezados por el Papa Francisco. Una vez más, en la ciudad que vio crecer al apacible “pobrecito”, se elevará el clamor del corazón del hombre: ¡Alto a la guerra! Pero los lobos del dinero, las hienas del poder, seguirán masticando carroña.
A ellos, los ojos de Omran no les llegan. Por ahora. Algún día, como Epulón…