El pasado sábado 23 de abril Fernando del Paso recibió el Premio Cervantes. Es el sexto mexicano en ser honrado con este galardón. El autor de Palinuro de México —durante su discurso— tronó en contra de la situación del país. Y bordando en torno a la vergüenza que le da hablar mal de México en un lugar del extranjero, terminó diciendo que más vergüenza le hubiera dado callarse y no decir nada.
¿Nada de qué? Sobre todo de la llamada Ley Atenco, la cual calificó como lo que “pareciera ser el principio de un Estado totalitario que no podemos permitir”. Antes había hecho recuento de la situación nacional que no ha cambiado “sino para empeorar”. Siguen los secuestros, los robos, los feminicidios, la impunidad, la incapacidad y, sobre todo, el cinismo. México, en resumen de Del Paso, va como los cangrejos. Pero no hacia la playa: hacia el abismo.
Sobre Cervantes ya había dicho mucho en su Viaje alrededor del Quijote. Ahora, desde su silla de ruedas, don Fernando no dio al mundo “noticias” del imperio de la legalidad, sino del imperio del desorden y de la violencia. No habrá caído nada bien entre los políticos. Ni entre los que todavía creen en la pureza de la literatura. Cervantes sufrió cárcel, criticó duramente la España de Felipe III, fue un agrio comentarista de la decadencia española. Eso lo sabía Del Paso. Y dejó al lado el discurso aséptico para exhibir una verdad que le duele. Y que le duele a todos los mexicanos.
Hacen falta estas voces. México, ése que late en la escritura íntima de Fernando del Paso, no se merece los días sombríos por los que transita. Merece el sol que vislumbró, en su última aparición pública, otro Premio Cervantes: Octavio Paz.
Publicado en Revista Siempre!