Como otros grandes escritores húngaros del siglo XX —pienso en Sándor Márai, Péter Esterházy, Dezsö Kosztolányi o László Földényi— el tema del totalitarismo está presente en la obra completa de Imre Kertész, fallecido el pasado 31 de marzo de 2016, a los 86 años de edad, en la ciudad que lo vio nacer en 1929: Budapest.
Para un lector asiduo de la obra de Kertész, habrá siempre algún título que le conmueva hasta las entrañas (el famoso “hachazo” del que hablaba Kafka). O varias. Yo tengo dos. Desde luego Sin destino, la primera de sus novelas (publicada en 1975 y que tardó 12 años en escribir), y Kaddish por el hijo no nacido (1990), que leí de un tirón, en la excelente traducción al español de Adan Kovacsics (Acantilado, 2002, justamente el año en el que le fue concedido el Premio Nobel de Literatura).
Hay un ensayo estremecedor, que no pude terminar por el horror que me produjo: Un instante de silencio en el paredón. Kertész configuró el hecho del exterminio nazi y del régimen dictatorial comunista como una continuación de los “valores” con que educa a sus hijos la actual civilización, representado en el olor “dulzón y pegajoso” de los hornos crematorios (el niño Kertész fue deportado en 1944 —por su condición de judío— primero a Auschwitz y luego a Buchenwald); ese olor de muerte programada, de banalidad del mal que estuvo detrás de su obra.
Desde luego, Kertész no es un escritor fácil. Como el poeta judío-rumano-francés Paul Celan —quien escribía en alemán no obstante su madre hubiese sido asesinada por los nazis— la relación de aquél con Alemania era dual. Mucho tiempo vivió en Berlín. Mucho de su trabajo como traductor, en los duros años de dominación comunista de Hungría, fue con autores alemanes. Y su sentimiento no es el odio visceral de quien sufrió los campos de exterminio. Es la lúcida reflexión de quien no quiere desligar la barbarie nazi de la barbarie occidental en su conjunto.
El Kaddish, la oración judía de los difuntos, sirve a Kertész para hablar del hijo que se negó a tener porque haberlo concebido era “hacerle el juego” a Auschwitz. No transmitirle a un nuevo ser esa sensación de estar vivos, sí, pero de tener la certeza de que “los alemanes pueden volver en cualquier momento”. Y si no los alemanes, los soviéticos, los del ISIS o cualquiera otro. “Nadie se recupera de la enfermedad que es Auschwitz”.
¿Cuál podrá ser la esencia de una obra no demasiado extensa pero brutalmente certera al señalar la herida de Occidente? El mismo Kertész respondió en alguna ocasión: “La esencia de mi obra es trasladar lo ocurrido a una dimensión espiritual”. Aún Auschwitz tiene eso, la capacidad de suscitar en el individuo un resquicio por donde sumergirse en la eternidad.
Publicado en la revista Siempre!