Mi madre solía decir que cuando uno estaba confuso “traía un margallate en la cabeza”. Ignoro si la palabra exista. Seguramente no. Pero da a entender lo que quiere decir: un enredo.
Y enredo es lo que la prensa internacional trae con las acciones del llamado Estado Islámico. Éste puede degollar olímpicamente cristianos coptos, crucificar niños que no quieren convertirse, pasar a cuchillo a periodistas, cooperantes y cuanto occidental ande por ahí rondando, y la ira es menor.
Pero no se le ocurra a los radicales agarrar un martillo y destruir obras de arte, en este caso asirias, en la ciudad de Nimrod, o estatuas milenarias en el museo de Mosul, porque el escándalo es mayúsculo.
Entiéndase. No comparo. Simplemente constato que parece haber más horror trasmitiendo la nota de una estatua demolida que la de una estadounidense degollada, o un piloto jordano encerrado en una jaula y quemado vivo.
Es un mal de la época. Mi hija, por ejemplo, puede ver con tranquilidad una película en donde el señor Liam Nesson —para salvar a su hija— mate a media banda de mafiosos rusos en Los Ángeles, pero no soporta que en otra película atropellen a un perro o rematen a un caballo que se rompió la pata.
La ONU anda en las mismas. Las destrucciones de estatuas las califica como crímenes de guerra, pero la caída de las cabezas de los cristianos coptos en una playa quién sabe de dónde, pasa como otro más de los actos normales de barbarie del Estado Islámico.
Es más, el propio gobierno de Bagdad ha dicho que las trapisondas de los yihaidistas contra las obras de arte de Mosul y de Nimrod constituyen “un desafío al mundo y al sentir de la humanidad”. Sin duda que lo son, pero el terror que ha provocado miles de muertes y cientos de miles de refugiados, ¿qué es?
Desde luego hacer pedazos el pasado milenario de una cultura es una enorme estupidez; es un cortar las raíces y quererse adueñar de la historia. Pero matar a un ser humano por el solo hecho de “ser infiel”, o para usarlo como proyectil contra Estados Unidos, es, verdaderamente, cercenar el corazón de cada uno de nosotros.
“Ningún hombre es una isla entera por sí mismo./ Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo”, decía el poeta John Donne. Y es verdad. La muerte de uno me toca a mí pues “la muerte de cualquiera me afecta/ porque me encuentro unido a toda la humanidad”. Por eso, termina diciendo el poeta, “nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti”.
Pero esa conexión no se hace en la comunicación de masas. Traen un verdadero “margallate” en la escala de valores. Y nosotros con ellos.
Publicado en Revista Siempre!