Pocas cuestiones levantan tanta ámpula, de lados extremos e irreconciliables en apariencia, como el tema de los matrimonios del mismo sexo. Detrás de la polémica se encuentra el tema de la familia.
Los políticos mexicanos —los queretanos no son la excepción— se llenan la boca aduciendo que la familia “es la célula básica de la sociedad”. Lo es, pero a ellos les preocupa pronunciar la frase. Cuando alguien la defiende en su forma tradicional, se unen sin rubor al coro de personajes —unos de buena fe, otros no— que la intentan cambiar, bajo el esquema de que la familia ha evolucionado a lo largo de la historia y que hoy puede hacerlo sin perder su esencia, hacia aquello que no es familia.
Creo firmemente, con Chesterton, que quienes quieren desintegrar a la familia no saben lo que hacen porque no saben lo que deshacen. No voy a cantar aquí loas piadosas en torno a papá y mamá, a los hijitos buenos y a la armonía del conjunto. Demasiados casos de horror escuchados en familias “bien avenidas” he escuchado como para tragarme ese caramelo. Pero quiero ir a la esencia: somos lo que somos —quizá poca cosa— porque el hombre ha vivido de un modo justo a partir de tener una familia.
Los casos de familia buenas sobrepasan, con mucho, los de familias de galería del horror. Y hay millones de personas buenas por encima de quienes pretenden herir, ignorando la dignidad del otro. En familia se aprende no solamente a compartir, sino a entender la escasez y la solidaridad con el más débil de la cadena, con el que sufre. El centro de la crisis que vive México, por ejemplo, estriba en miles de jóvenes que han salido al mundo como desorientado, desnortado; miles de niños echados a vivir sin moral, sin una ética básica. Productos de la mercantilización salvaje y del retroceso histórico que representa la ausencia de padre, de madre o de hermanos o abuelos en su entorno primario.
De unos años a la fecha se ha agudizado la violencia en México. Y no cede con el nuevo partido en el poder. Su causa viene de lejos, de ese inmenso bastión de ataque hacia procurar formas nuevas de asociación que parezcan familia pero que eliminen el pegamento de la familia, que es amor y sacrificio. “En la lucha por la familia está en juego el hombre mismo”, ha dicho el Papa Benedicto XVI, citando, ni más ni menos, el estudio que al respecto ha hecho el gran rabino de Francia, Gilles Bernheim. El asunto es muy sencillo: el hombre adquiere identidad a partir de vínculos estables. Evidentemente, todo vínculo trae consigo una cesión de libertad. Y es a lo que el discurso dominante de las pequeñas mafias comerciales que usan y abusan de los medios quieren llevarnos: a desconfiar de todo vínculo y hacerlo sinónimo de esclavitud.
Libertad no conozco sino la de estar ligado a otro, escribió en un verso el gran poeta homosexual Luis Cernuda. Es el concepto elemental de libertad. Conciencia de lo que me limita y de aquello a lo que tengo deber de responder. Cuando eso no existe, todo es posible de ser discutido. Si la elección encierra el infinito, la conciencia moral se diluye. Todo vale. Así, lo mismo da matar el alma del otro que discutir sobre la forma de usar un niño como a una mascota.
Si la familia cambia y ya no es una realidad preestablecida por la historia (para nosotros los creyentes, por la creación), habrán de perder significado los hijos y la particular dignidad que les correspondía. Que les corresponde.
Publicado en el periódico El Universal Querétaro