El teólogo medieval, Hugo de San Víctor, hablando de la universalidad de los cristianos -que es la Iglesia-decía que ésta (la Iglesia) «comprende dos órdenes, los laicos y los clérigos, como dos lados de un mismo cuerpo».
La Lumen gentium , surgida de las entrañas del Concilio Vaticano II, subrayó que «de los laicos es propia y peculiar la índole secular». Es decir, que los laicos estamos metidos «en el siglo», en las cosas del mundo, para explicarnos mejor. Y que es en el mundo donde debemos encarnar a la Iglesia.
Parece complicado entender esto. No lo es: es sencillísimo. Los que lo hemos hecho complicado somos nosotros, clérigos y laicos. Pensamos que somos competencia cuando somos complemento. Nos une una misma vocación y un mismo sentido misionero: hacer «carne» el Evangelio.
El deber de cada uno de los miembros de las dos órdenes -de las que hablaba de San Víctor-es buscar algo que, al menos a los mexicanos, se nos da poco: el equilibrio. ¿Entre qué y qué? «Entre la liberta profética y la comunión jerárquica, dentro de la vida de la Iglesia en la tierra, que es siempre compleja, y con frecuencia atormentada y crítica». (P. José M. Díaz Alegría: Actitudes cristianas ante los problemas sociales, pg. 193).
«Atormentada y crítica» es piropo. Constantemente la libertad de anunciar el Evangelio se topa (la hacemos que se tope) con una forma de compartimento estanco: esto es mío, esto es de usted… Y la trucha se nos escurre de las manos. Entendiendo que «la trucha» es la transformación del mundo en Reino de Dios.
De los laicos es «peculiar» el modo de ser en el tiempo profano. Podemos ayudar en labores litúrgicas, en los sacramentos, en la organización de la parroquia. Pero no podemos substituir el orden secular por el sagrado. Lo mismo de allá para acá. Eso es comunión. Y la comunión, como la verdad, nos hace libres. Nos pone alas. Nos hace razonables y creíbles. Sobre todo, para los que creen que no creen; que son una mayoría.
Publicado en El Observador de la Actualidad