El Papa Benedicto XVI acaba de realizar un viaje apostólico importantísimo al Líbano. La histórica tierra de los cedros está a la mitad del camino entre el Islam y el Cristianismo. Una nación duramente castigada por los conflictos religiosos, las guerras de anexión y la violencia larvada de Oriente Medio.
Además de los objetivos meramente religiosos —el anuncio de la exhortación apostólica Ecclesia in Medio Oriente—, el Papa ha dado una cátedra de lo que espera el mundo de esta generación: un viraje intenso, sin demorar, en favor de la paz. Mensaje del que México no puede (ni debe) quedar ausente. En todos sus rincones, en todos los estados y los municipios, aún y más todavía, en aquellos como Querétaro en los que se presume que existen condiciones adecuadas para el disfrute de una vida digna.
Déjeme, amable lector, compartirle un párrafo del discurso del Santo Padre en una visita de cortesía al presidente de la República del Líbano, Michel Sleiman, en el palacio de Baabda, donde se encontró también con el presidente del parlamento, Nabih Berri, y del consejo de ministros, Najib Mikati.
“Para abrir a las generaciones futuras un porvenir de paz, la primera tarea es la de educar en la paz, para construir una cultura de paz. La educación, en la familia o en la escuela, debe ser sobre todo la educación en los valores espirituales que dan a la transmisión del saber y de las tradiciones de una cultura su sentido y su fuerza (…) La tarea de la educación es la de acompañar la maduración de la capacidad de tomar opciones libres y justas, que puedan ir a contracorriente de las opiniones dominantes, las modas, las ideologías políticas y religiosas. Este es el precio de la implantación de una cultura de la paz”.
La pregunta que toda sociedad debe hacerse es si está dispuesta a pagar ese precio, acción imprescindible si lo que nos impulsa es la consecución de un futuro digno para la persona y para su grandeza. Para toda persona, sin distinción de raza, sexo, color, creencia. Y es que para lograrlo, dice el Papa Benedicto XVI, “hay que desterrar la violencia verbal o física. Ésta es siempre un atentado contra la dignidad humana, tanto del culpable como de la víctima”.
Y algo más (cosa que en México raramente sucede, ahí están los narcocorridos para atestiguarlo): hay que darle valor social y mediático a “las obras pacíficas y su influjo en el bien común”. Difundiendo estas obras, haciéndolas de interés público “se aumenta también el interés por la paz.” Educar para la paz significa tener “pensamientos de paz, palabras de paz y gestos de paz.” Lo que importa en el mundo de hoy es “crear una atmósfera de respeto, de honestidad y cordialidad, donde las faltas y las ofensas pueden ser reconocidas con verdad, para avanzar juntos hacia la reconciliación”. Y remata este párrafo diciendo: “Que los hombres de Estado y los responsables religiosos reflexionen sobre ello”.
Hombres de Estado, líderes religiosos, sí, pero también diputados, senadores, maestros, empresarios, padres de familia, periodistas… La educación por la paz y para la paz no acepta parcialidades ni acepta jurisdicciones. Si no es un movimiento comunitario no sirve para nada. Claro que esos hombres de Estado y los líderes religiosos tienen la responsabilidad de “aumentar el interés por la paz.” Pero nos involucra a todos. Desterrar, por ejemplo, la violencia verbal: ¿no es una acción inmediata en la ciudad, en casa?
Publicado en el periódico El Universal Querétaro