He leído de un tirón este bello librito, escrito por el padre franciscano Eloi Leclerc. Es una «puesta al día» de San Francisco de Asís; una metáfora del tipo de decisiones que se tienen que tomar cuando una situación estable se torna gravísima. El caso que sirve de pretexto literario para entrar en el alma de San Francisco es la terrible amenaza de ruptura que sufrió la Orden todavía en vida de su fundador.
Una especie de noche oscura y salida a la luz es la que narra el padre Leclerc, apegado a la «fidelidad espiritual» del santo. Hay hechos que avalan esta historia. Pero no es una biografía al uso. Es algo más: es la prueba de la amargura de un padre que ve cómo sus hijos se dividen, se pelean y, al final de cuentas, lo consideran un estorbo. ¿Qué hacer; qué decir? ¿Quedarse callados no es complicidad?
El texto resuelve de forma muy bella este dilema. La conversación final de Francisco con el hermano Tancredo es excepcionalmente profunda. En medio de la campiña, tras haber recuperado la calma de su corazón, Francisco enseña a Tancredo –y al mundo—que donde nosotros vemos culpa y castigo, Dios ve la ocasión propicia para aliviar una miseria humana. Que donde vemos desesperanza, Dios ve la oración. El secreto, el gran secreto de Francisco, y que aplicó en el capítulo general de la Orden, fue uno solo: saber que Dios es.
«Dios es, y eso basta. Pase lo que pase, está Dios, el esplendor de Dios. Basta que Dios sea Dios», le hace decir el padre Leclerc a San Francisco. Si el hombre alcanza esa sabiduría, alcanza también su secreto: la simplicidad. ¡Cuánta falta nos hacen esa sabiduría y esa simplicidad!
Publicado en El Observador de la Actualidad