«¡Por fin trajo el verde mayo!», comienza diciendo el poema de Miguel Hernández. El verde de los campos, el verde de la esperanza. Mayo es María. Los viejos y entrañables recuerdos de los rosarios y las flores, las visitas de la escuela a la Catedral, el uniforme de gala y el calor. «Las tardes de puro verdes, de puro azul esmeraldas / Plata pura las auroras parecen de puro blancas/ Y las mañanas son miel de puro y puro doradas…».
En todas las iglesias mayo es el mes de María. Ojalá también lo fuera en nuestro corazón. María es la esperanza, la Madre contemplativa del Rostro de Jesús. Son miles los conversos al catolicismo que lo han sido por ella. Por su maternidad tan cercana y por su grandiosa humildad. «La actitud del cristiano debe ser la humildad», escribió Guardini en El Rosario de María. Y humildad quiere decir elevación, «callada certeza de invisible elevación». La humildad de María.
El verde de los campos de Miguel Hernández es el verde que rejuvenece en nosotros a partir de lo que le sucedió a María, tan cercana a nosotros, tan inalcanzable: que el Hijo de Dios tome forma en nosotros, que se haga uno en nuestra intimidad. «Creer es reconocer interiormente a Jesucristo», dice el padre Chevignard, O. P., en La Doctrina Espiritual del Evangelio.
Para que mayo sea María, Cristo necesita hacerse de nuestra existencia entera, crecer, desarrollarse y confundirse con nuestras decisiones, pensamientos, palabras y obras. El mismo padre Chevignard nos recuerda que «para todo cristiano, aunque fuese hombre enfrascado en los asuntos más duros de la implacable vida, no hay fe si la persona de Jesús no está en el fondo del corazón». Y en la superficie de los labios, y en la profundidad de los sentimientos o en la percepción de los sentidos: «si la Persona de Jesús está ausente, todo se hace muerto, todo se hace complicado».
María tuvo a Jesús en su seno y, después, en su mirada. Lo que guardaba no era un secreto: era un misterio. El misterio del verde del mayo del amor. El misterio que guía nuestra vida de cristianos: el misterio de que «todo es Gracia».