En el año 80 antes de Cristo, el célebre orador romano Marco Tulio Cicerón (106-43 a.C), predijo, con una genial puntería, los efectos de la exagerada transmisión de violencia por la televisión:
“Si en todo momento —escribió— tenemos que ver y oír sucesos crueles, a la larga perdemos, incluso los más sensibles por naturaleza, todo sentido de humanidad por la serie ininterrumpida de impresiones de atrocidades”.
¿Cómo el tribuno romano fue capaz de mirar tan lejos? Lo desconozco. Pero ha descrito mejor que ninguno de los críticos actuales lo que está pasando en México, un país que —noche a noche— se va a dormir rumiando balaceras, secuestros, decapitados, encostalados, ensabanados, asfixiados… Un país que se desangra bajo la sonrisa taimada de la presentadora de las noticias.
La televisión se ha vuelto el principal antídoto para detener la acción social contra la violencia. Por dos razones: una, por la que apuntaba Cicerón hace 2 mil 90 años, es decir, por el exceso de reportajes de violencia extrema con que satura su horario informativo. La otra porque ella misma ya no tiene ni idea de cómo hacer una caricatura, una telenovela, una serie dramática o una chistosa-familiar sin acudir a la violencia.
Muchos dirán: nada tiene que ver la violencia trasmitida con la violencia real. Ésta última, subrayan, es fruto del embrutecimiento paulatino de las drogas en los jóvenes, de la falta de oportunidades para trabajar honradamente y del ansia de dinero fácil que se acumula en los imaginarios del narco, del “crimen organizado”, de la “industria” del secuestro. También del alcohol, droga permitida, que está detrás del cincuenta por ciento de los accidentes de tránsito, etcétera.
Con ser cierto, no deja de ser una verdad a medias. La otra parte, la que no se dice, es que la violencia exagerada, vista y oída, va minando la capacidad de asombro del público, lo va arrinconando en un espacio de su cuarto de TV y lo va alejando de la solidaridad, de la ayuda mutua, del organismo civil que es capaz de vencer a los pocos que se dedican al crimen, al robo, al estupro.
Está bien lo que exclamaba hace unas semanas el presidente Felipe Calderón: somos muchísimos más los buenos que los malvados en México. El problema es que no lo dijo todo: a los buenos se les ha atenazado por medio de imágenes e informes que les impiden no solamente salir a la calle, al teatro, a la plaza pública, sino el elemental ejercicio de darle la mano al otro.
Publicado en revista Siempre!