Hay dos cosas que no se pueden aceptar en la nueva ley que permite la unión de personas del mismo sexo en el Distrito Federal. Una, que se le llame «matrimonio». Dos, que se permita la adopción.
Por supuesto, los católicos respetamos la libertad individual y de elección de las personas homosexuales. No somos quiénes para calificar o enjuiciar su decisión subjetiva de elegir una preferencia homosexual a una heterosexual. Es una decisión privada. Pero cuando trasciende a lo público —es decir, cuando se pretende que una decisión privada se convierta en ley y se equipare a los ordenamientos jurídicos que dan certidumbre a la familia— es cuando no podemos estar de acuerdo. Las relaciones humanas necesitan un criterio objetivo para ser reguladas, una verdad que esté por encima de todos y que sea por el bien de todos. Si vamos a legislar por «verdades fragmentarias», es decir, si para cada decisión personal o subjetiva vamos a tener que modificar una ley pública y objetiva, nuestra sociedad va a ser un caos. Estamos premiando al individualismo sobre el bien común, y a eso se le llama anarquía.
Nadie debe juzgar, discriminar, violentar a los homosexuales en su decisión personal. Pero esa tolerancia a la libertad individual tiene el límite de la buena convivencia colectiva, que está por encima de todos y nos debe regular a todos. El matrimonio heterosexual, regulado por la ley específicamente creada para él, es la fórmula que ha encontrado la humanidad para poder defender a los niños, a los más débiles, a nuestra esperanza de un mejor futuro y a la familia.
Finalmente, «matrimonio» viene del latín que quiere decir «oficio de la madre». Y el oficio de la madre es ser el vehículo de la vida, que necesita el concurso de un padre. Y es la única manera de que los hijos tengan el cuidado que necesitan y el respeto que exige su libertad y su dignidad personal.
La Iglesia, con palabras del cardenal Norberto Rivera Carrera, sostiene que «una unión formal entre personas del mismo sexo, será todo pero jamás un matrimonio; no existe fundamento racional o ético para asimilar o establecer analogías, ni siquiera remotas, entre las uniones homosexuales y el designio de Dios sobre el matrimonio y la familia». Pueden enojarse lo que quieran los postulantes de este asunto. No es matrimonio. Y los huerfanitos no son mascotas.