Ningún hombre es una isla, se titula el famoso libro del monje Thomas Merton, recogiendo un verso del poeta inglés John Donne. En efecto, no hay hombre en soledad a reserva que esa soledad —como la de los propios monjes— sea un acto de amor, de oración y de sacrificio por un fin mayor que es la salvación de las almas.
En Caritas in Veritate, el Papa Benedicto nos dice: «Una de las pobrezas más hondas que el hombre puede experimentar es la soledad». En el reciente informe sobre la pobreza en México, Caritas Mexicana mostraba cómo la mayoría de los pobres de nuestro país declaraba que una de las causas principales de su miseria era la soledad, el abandono al que los tenía sometidos la sociedad.
Hoy existen fuerzas oscurísimas que quieren modificar el último reducto de la comunidad humana que es la familia. El mejor espacio de todos para aprender que las relaciones con Dios y con los otros son las relaciones que salvan. Con la legalización del aborto, de los matrimonios entre homosexuales, con la eutanasia, lo que quieren es acabar con el cemento que construye la casa sólida de la familia: el amor.
Cuando la Iglesia defiende a la familia defiende un bien supremo de la sociedad, aun en contra de la opinión de la mayoría, influida por los medios de comunicación y por corrientes de pensamiento e ideologías que en muy poco están interesadas en que la familia permanezca unida y cumpla su misión en la Tierra. ¿Por qué no les interesa? Por una sencilla razón comercial: es mucho más fácil vender baratijas a un hombre o a una mujer sola que a uno integrado en un núcleo familiar, cuya compra está regulada por la necesidad de todos.
Así de simple. Y de perverso. El mundo hipercomercializado de hoy requiere individuos sin identidad, islas navegando a la deriva. El antídoto es la imitación de la Sagrada Familia de Nazaret; el antídoto es el amor de la familia que todo lo comprende, todo lo perdona y todo lo trasciende, pues cuando dos o más se reúnen en nombre de Jesús, ahí está Él con nosotros.