Puede parecer muy chistoso, pero no lo es. Al menos, no lo es para el diablo. Donde encuentra una puerta abierta, se mete. Y si le abrimos puertas y ventanas, puede meterse con mayor tranquilidad. La llamada «noche de brujas», que muchos se aprestan a «celebrar» el día 31 de octubre, puede ser la ocasión (para el demonio, la oportunidad) de que, por unas horas, las fuerzas de lo oculto triunfen sobre los hijos de la luz.
Siempre está tramando eso; siempre está a la busca de nuestra flaqueza. Las brujas, las calabazas y toda la imaginería que tiene que ver con el reino oscuro no son –por sí mismas—nada. No van a venir a robarse la inocencia de los niños ni la ingenuidad de sus padres. El problema es otro: el problema es lo que viene detrás de las brujas y las calabazas, de los monos verdes y la tarántulas saliendo del ataúd: el problema es el diablo, que aprovecha un parpadeo, un «qué tiene de malo pedir dulces, envueltos en capas negras y maquillados de zombis», para entrometerse en la vida de alguien. Y para cambiarla a su conveniencia.
Ya se sabe: la mayor astucia del diablo consiste en convencernos de que no existe. Pero bien que existe. Es un ángel caído por la soberbia que mantiene feroz batalla contra el espíritu de amor, contra su enemigo, contra Cristo Jesús, quien nos redimió de sus garras y nos hizo, de nuevo, agradables a los ojos del Padre. No creo que exista ninguna mamá, ningún papá católico que quiera que su hijo sea atenazado por las tinieblas del pecado. Pero, muchas veces, en lugar de responderle a Jesús le respondemos al mercado, a las baratijas que nos venden para «divertirnos», a la industria de un entretenimiento que no tiene en su esencia la responsabilidad de lo que comercia.
El retorno del paganismo consiste en la diversión con lo oculto mediante la burla del mandato de Cristo: «vigilar y estar alertas». El diablo andará contentísimo estos días de brujas y de calabazas. Tendrá materia para alcanzar su objetivo que no es otro que el confundir a las almas —más aún a las más buenas— haciéndolas ver al mal como bien y al bien como un aburrimiento mortal.