En su estupenda novela Las Cosas (Anagrama, Tercera edición, 2008), Georges Perec, el malogrado genio de las letras francesas fallecido a los 44 años de edad (en 1982), dibujó un retrato brutal y meticuloso de los sueños de consumo, de vida vacía e inútil y, al mismo tiempo, de huida moral de su generación, la generación parisina de los sesenta.
Hay mil frases de la novela que pueden ser transportadas a la actualidad y que prefiguraban, ya entonces, ese “modelo” de vida que han adoptado —salvadas las enormes distancias entre los jóvenes desencantados del París del 68— nuestros jóvenes mexicanos, achuchados por la televisión y orillados a desvirtuar cualquier vocación profesional por la miseria moral que ha propiciado la miseria material (que tiene sumido al país en una situación de emergencia: uno de cada dos mexicanos es, hoy, pobre de solemnidad).
He aquí el núcleo de la cuestión, descrito por Perec: “En el mundo en que vivían, era casi de rigor desear siempre más de lo que se podía adquirir. No eran ellos quienes lo habían decretado; era una ley de la civilización; una situación real de la que la publicidad en general, las revistas, el arte de los escaparates, el espectáculo de la calle, y hasta, en cierto aspecto, el conjunto de las producciones llamadas comúnmente culturales, eran las expresiones más normales”.
Vivir siempre por encima de lo que se puede adquirir: ¿no es ése el gran espejismo que alimenta la industria del espectáculo? Aunado a la miseria, un sentimiento de frustración invade a miles de jóvenes en México, haciéndolos carne de cañón para los narcos, los traficantes, los fayuqueros, los capos del comercio informal, los políticos venales, los líderes sindicales corruptos, los burreros, los polleros, los camellos, los menudistas de mariguana, los vendedores de baratijas, los padrotes, los traficantes de órganos, de niños, de coches robados, de placas de taxi, de gasolina ordeñada a los ductos de Pemex, de especies exóticas,de huevos de tortuga, de papagayos y de toda la variopinta fauna que compone ese segmento que la prensa define como el del crimen organizado.
Hace unos días, El Universal presentaba una nota en la que un burrero de Tijuana declaraba que “le gustaba vivir como rey” por un día. Había pasado con éxito a varios indocumentados; se había ganado dos o tres mil dólares. Esa noche se los tiraba en alcohol, amigos y prostitutas; al día siguiente, otra vez a traficar con gente, con droga, con niños, con lo que fuera, para poderse “dar sus gustos”. La historia del rotativo tenía final feliz. El ex burrero de Tijuana trabaja ahora en artesanías, al sur de México. Dice que prefiere sobrevivir afuera que la vida en el penal de Calexico. Pero, ¿cuántos la pueden contar como él? ¿Cuántos no terminan su corta existencia decapitados, balaceados, troceados, disueltos por la acción corrosiva de un ácido en botes de tamales?
P o c o s , como muy pocos han tentado el poder de los medios y de la “industria cultural”, menos aún de la publicidad. Una reforma educativa pasaría por ahí. Pero, ya se sabe la definición de Gonzalo N. Santos: “¿Moral? Ah, sí, un árbol que da moras”.