Mi Cristo Roto, del padre Ramón Cué, S. J.

He vuelto a leer esta pequeña obra coloquial en la que el padre Cué nos narra su encuentro, sus conversaciones y su vida al lado de un Cristo roto que se encontró en un mercado de viejo de Sevilla.

A través de esta anécdota, el padre Cué va deshojando las implicaciones reales que tiene todo encuentro con Jesús: desde el compromiso personal de la fe hasta la vivencia comunitaria de la misma: Cristo crucificado no puede dejar impávido a nadie.  Ésa es la tesis que se desarrolla a lo largo del libro.

Compraventa de Jesús

El libro es la versión estenográfica de las charlas que dio el padre Cué en Televisión Española a fines de la década de los sesenta del siglo pasado.  ¿Cuánto ha cambiado España desde entonces?  Muchísimo.  Con decir que estas charlas, de más de una hora, en horario Triple A, concitaban el interés de millones de televidentes…

Facilitadas por el padre Jorge Loring, también jesuita, inician con una metáfora muy brillante: el autor compró un Cristo en un mercadillo de usado.  Al Cristo, los milicianos de la República española, los persecutores de Dios, le habían decapitado, cercenado una pierna, mutilado otra, quitado un brazo y le habían bajado de la Cruz tirándolo en un basurero.

Un traficante de objetos de arte lo tenía en su tienda.  El padre Cué quería un Cristo, fue y lo compró.  Pero, ¿cómo se compra a Cristo?  ¿Cómo se tiene a un Cristo mutilado?  La respuesta a estas interrogantes sirve de guía a la primera parte de las reflexiones.  A Cristo no se le compra, no se le restaura: se le acepta y se le asume en su dolorosa condición, que se repite a lo largo del tiempo, en la dolorosa condición de miles, de millones de seres humanos que pueblan nuestro entorno.

Dios tiene mano izquierda

El Cristo roto del padre Cué tiene brazo pero no mano izquierda.  Pero, en sus charlas, reflexiona sobre las dos manos de Cristo: la izquierda para sanar, la derecha para acariciar.  Ninguna de las dos manos de Cristo le son superfluas al mundo; ninguna de las dos manos, aunque no las veamos, son superfluas a la vida del cristiano.  Y, en correspondencia, tenemos que sanar (con energía) al enfermo, y tenemos que acariciarlo, como Cristo mismo nos acaricia.

Al Cristo del padre Cué le hacía falta una cruz.  Se le había perdido.  Pero la encontró en él mismo, porque todos tenemos una cruz que ofrecerle a Cristo, con nuestro sacrificio cotidiano, con nuestras obras de misericordia.  No una cruz de madera, sino una cruz de carne, para completar en nosotros lo que le falta a la pasión de Jesús.  Es inútil ponerle otra cruz a Cristo que no sea la nuestra.  A Él  le vienen bien todas las cruces.  En especial, las cruces del dolor ofrecido por la salvación de los hombres.

Pie cojo, cara partida

El Cristo roto no tiene pie en la única pierna que posee; la cara la tiene hecha pedazos.  Es así como lo hemos dejado los hombres; es una representación de nuestro menosprecio a su acción salvadora.  Pero podemos restituirle lo que le hemos quitado si no lo negamos en nuestra vida diaria.  La cuestión es simple, como la instrucción que Él nos dejó: amar a Dios por sobre todas las cosas, y al prójimo como a nosotros mismos.

El pie cojo y la cara partida de Cristo son nuestros estímulos para dejar de odiar y para comenzar la vida nueva en el corazón del mundo, de mi mundo.

P. RAMÓN CUÉ, S. J.  Mi Cristo Roto.  EDIBESA de Bolsillo.  Número 23.  2ª edición.  Madrid, 2004