La semana pasada los medios internacionales tocaron, tangencialmente, la tragedia del pequeño británico de nueve meses de vida, llamado O.T. para proteger y salvaguardar la intimidad de quienes estuvieron implicados en el caso, que falleció tras de que sus padres perdieron la batalla legal que sostenían para mantenerlo vivo. Un juez decidió que la vida del niño no podía ser preservada «bajo cualquier circunstancia» y ordenó que le desconectaran el aparato mecánico por el cual respiraba.
Cierto es que O.T. sufría graves problemas de metabolismo, pulmonares, mitocondriales y cerebrales, pero —a diferencia del caso de Eluana Englaro, la joven italiana que acaba de morir por decisión de su padre, después de 17 años en coma—sus padres querían que siguiera con vida, abrigando la esperanza, fundada en muchos casos de pediatría (un servidor conoce uno muy cercano) de pequeños que parecen desahuciados, pero que remontan la situación hasta llevar una vida normal.
Una juez, de apellido Parker, dijo que no, que era imposible que O.T. se recuperara y —contra la voluntad de sus padres— ordenó su muerte para evitar el «insoportable» sufrimiento del pequeño, avalado por la opinión de los médicos, quienes creían que el niño no llegaría a los 3 años de edad ni podría recuperarse jamás. La juez Parker consideró «irreal» la esperanza de los padres de que O.T. algún día llegaría a ir a la escuela. Y decidió darles una lección de «realismo», matando a su hijo.
Un panorama sombrío se extiende en todo el mundo «civilizado». El Estado, elevado a la categoría de un dios, emite leyes que prohíben nacer y sentencias que obligan a morir, particularmente, a los más débiles, a los más indefensos. Si el Estado no defiende al más débil, ¿entonces para qué sirve el Estado? La madre de O.T., desconsolada, dijo: «Era lo más precioso de nuestras vidas; se veía claramente que sentía placer cuando lo cuidábamos». ¿Importan los padres? No, lo que importa es el «realismo» de la juez y la «ciencia» de los doctores.