Fray Bartolomé de las Casas sostuvo en su última voluntad y en su testamento que Dios lo había escogido para defender a los indios de las injusticias de “nosotros los españoles” y que España iba a pagar, largamente, por las atrocidades cometidas durante la conquista y en los años subsecuentes.
David Brading dice, con conocimiento de causa, que Fray Bartolomé era más un profeta que un apóstol. Muy poco tiempo estuvo en Chiapas, no aprendió lengua indígena alguna, lejano era su aprecio por los primeros misioneros franciscanos, especialmente por Motolinia y sus hermanos.
Su prédica no fue en la selva del Soconusco sino en la corte de Carlos V, y su valiosa labor fue lograr cambiar las leyes que regían la conquista. En otras palabras: no convirtió a los naturales al catolicismo, sino que introdujo el Evangelio en el derecho internacional y obtuvo para los indígenas el reconocimiento de ser sujetos de derecho.
¿Qué nos dice Las Casas a los católicos del siglo XXI, a 452 años de su muerte? Su ardor y su vehemencia, su enfrentamiento directo con el poder y con quienes consideraban que “el título” de “conquistador” era tomarlo todo, puesto que los naturales del Nuevo Mundo “no tenían alma”, es una lección inmortal de valentía.
Tenemos que “sacar la cabeza” y mostrar al mundo de qué estamos hechos. No de palabras, ni de bonitas ideas. No de una bella postura ética. Estamos hechos de Jesús. Somos profetas. Y a los profetas, muy a menudo su “necedad” de ver al débil como hermano, su vocación de ser fastidiosos con el poder (el real y el de sus coristas) les cuesta el honor, la buena fama, el desprecio, la ira, el abandono o la misma vida. Pero habrá valido la pena.
Publicado en la edición impresa de El Observador del 29 de julio de 2018 No.1203