Publicamos en este número especial de El Observador una carta importantísima que envía el señor obispo de Querétaro a los párrocos de su diócesis para que, en la medida de sus posibilidades, mantengan abiertas las puertas del templo la mayor parte del día y permitan que los fieles puedan ingresar al espacio sagrado a la hora en que tengan necesidad de consuelo, de comunicación, de estar en presencia del Señor.
La carta es para Querétaro, pero conviene a todo México. Un pueblo de larguísima y arraigada identidad católica necesita sus iglesias abiertas, necesita el remanso del amor en medio del jaloneo cotidiano, magnificado por los aparatos de comunicación que nos transmiten zozobra y espanto. Es un signo de acogida que ha sido distintivo de la Iglesia católica en los casi cinco siglos que lleva de iluminar la tierra de Santa María de Guadalupe.
Justamente fue ese el signo que movilizó una de las mayores evangelizaciones de la historia, la de México. La Iglesia tomó el partido de Cristo en la refriega posterior a la conquista por las armas. Fueron los misioneros franciscanos, dominicos, agustinos, jesuitas, mercedarios, carmelitas, los que le dieron un cariz de cercanía, de posibilidad para la aceptación de la diferencia, de ternura en el trauma de 300 años de coloniaje, y los sacerdotes mexicanos la igualdad y la primacía de la persona en estos 200 años de independencia.
Ha sido medio milenio de apertura al rostro benévolo del Padre de todos los hombres el que antecede a la petición que hace don Mario de Gasperín Gasperín a los sacerdotes y religiosos de su diócesis. Y también a los laicos. Tenemos, entre todos, que volver a dejar abiertas las puertas de los templos; tenemos, entre todos, que volver a dejar libre la vía de comunión de los corazones atribulados. Si Jesús pidió que fuéramos a Él cuando nos sintiéramos fatigados, los caminos han de estar practicables, las veredas despejadas, los senderos sin hierbas que los tapen. No podemos cederle este terreno —¡este no, nunca, jamás!—a la violencia. Somos muchos, somos de Cristo: ¿a quién temeremos?