Muchos aplaudieron el gesto de la alcaldesa de Monterrey, Margarita Arellanes Cervantes, de entregar a Jesucristo la ciudad que gobierna y de reconocerlo como la “máxima autoridad” de la “Sultana del Norte”. Otros presidentes municipales de Guadalupe y de Juárez (¡mire nomás qué cosas!) en el estado de Nuevo León, y el de Ensenada, en Baja California, le han entregado las llaves de la ciudad a Jesús.
La situación de violencia e inseguridad que vive el país motiva que algunos alcaldes se confíen a la Providencia divina. Más, para su desgracia, la Providencia trabaja sí y sólo sí existe una conversión personal, un encuentro con Jesucristo y un testimonio de vida que haga que ese encuentro sea creíble para los demás.
Ignoro si los alcaldes citados son un modelo de vida cristiana. Lo que me parece muy peligroso es que se invoque a Cristo cuando se le ha echado fuera, sistemáticamente, de la vida pública. A Él, a su Padre, a la Iglesia, a sus sacerdotes, a sus fieles laicos…
Una ley no escrita –pero practicada con denuedo por los políticos mexicanos—es que todo lo que tenga que ver con la Iglesia católica y con las iglesias en general, es cosa de poca importancia, algo de lo cual burlarse y, en caso extremo, enojarse porque, segurito, quiere volver a mangonear la historia.
Desde Plutarco Elías Calles hasta los legisladores que introdujeron lo de la república “laica” en la Constitución; desde Carranza, Obregón y “Tata Lázaro”, hasta Mancera y la señora Micher; desde la Revolución para acá en México la religión ha sido considerada como una actividad privada, de segundo orden, apestosa a naftalina y, definitivamente, “opuesta a los verdaderos intereses de la nación”. Ahora invocan a Jesús. ¿Quién entiende?
Publicado en El Observador de la Actualidad