Mi generación creció con la figura de Umberto Eco (1932-2016) como el gran gurú de la crítica a la cultura de masas. Recuerdo haber tenido discusiones con mis compañeros de la carrera de Comunicación sobre si éste o aquél era “apocalíptico” o si era “integrado”. Fue un guía indestructible a la hora de hacer análisis de la semiótica de Supermán o de los cómics. No entendíamos mucho (casi nada) de lo que planteaba. Pero le echábamos muchas ganas a la lectura de libros como “Obra Abierta” para poder citarlo en las mesas redondas que se armaban dentro de la Asociación Nacional de Estudiantes de Comunicación…
Luego, sorpresivamente, vino El nombre de la rosa. Fue una bomba mediática y un deslumbramiento para muchos de nosotros. No entendíamos cómo un semiólogo tan serio de la Universidad de Bolonia podía meterse en una abadía medieval y terminara haciendo una novela con un amueblado estupendo, una trama extraordinaria y unas cien primeras páginas que resultaban todo un reto a la capacidad de pasar la prueba por parte del lector.
Más adelante, se desató un vendaval de novelas y narraciones, hasta su última obra, Número cero, un excelente ejercicio de lo que es el periodismo, el poder, la mentira bien contada y la verdad que sobrepasa las expectativas de editores, investigadores, empresarios y políticos, y que siempre acude, al final, para dejar en cueros a los que intentan ocultarla, manosearla o, simplemente, usar de ella como negocio.
Este fin de semana se publicará en Italia su último trabajo inédito. Auguro un éxito mundial de ventas, como lo fue El nombre de la rosa. El crítico de los medios y de la cultura de masas será tomado por los medios como una gran luz de una estrella que se eclipsó y al que conviene leer antes de que se extinga en el universo de la “galaxia Gutenberg”.
Eco hizo mucho por derribar los lugares comunes de nuestro tiempo. El último gran mito que quiso derribar fue el de la utilidad pública —por sí mismas— de las redes sociales. Dijo: “Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que antes hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Entonces eran rápidamente silenciados, pero ahora tienen el mismo derecho de hablar que un Premio Nobel. Es la invasión de los imbéciles”.
A veces, cuando uno lee los comentarios de las notas periodísticas, hablen del deshielo en el Polo Norte o de la sucesión presidencial en Indonesia; del cultivo de los geranios o del vestido de la primera dama, uno se siente tentado a darle la razón. Pero, ¿es que alguna vez Eco no tuvo la razón?
Publicado en Revista Siempre!