Hace un par de años, una mujer campesina, cristiana, cometió una «falta imperdonable» para la teocracia pakistaní: bebió agua de un pozo reservado a los musulmanes. Pero aún, dio de beber a otros. Y cuando fue increpada, Asia Bibi recordó a sus agresores el colmo: que era cristiana y que no iba a renegar de su fe. La apalearon, la obligaron a abjurar. Permaneció firme. Lleva encerrada un calvario. Le espera la horca. Por “ofender” al islam.
La altura moral de esta mujer, de esta mártir genuina de nuestro tiempo, no reconoce límites. Madre de cinco hijos, ha motivado a millones en el mundo a protestar por su injusto destino. La sentencia –dicen los jueces de Pakistán— es irrevocable. De nada han servido telegramas, cartas, comunicados. Asia Bibi debe morir. Porque bebió del pozo que no era de ella.
Antes había caído –abatido por las balas de la intolerancia—el ministro pakistaní para las Minorías Religiosas, el cristiano Shahbbaz Bhatti. El pecado imperdonable de Bhatti fue defender a Asia Bibi y oponerse a las leyes antiblasfemia del país musulmán. Leyes tremendas. Nadie puede ofender al islam declarándose seguidor de otra religión. Nadie puede tocar un pozo de agua si no está dentro de la norma. Bhatti sabía que podía morir. Le dijo al Papa Benedicto XVI y al mundo que no tenía miedo. Lo mismo nos dice en una carta preciosa a sus hijos (ver página 3 de esta edición) Asia Bibi: Mis niños, no pierdan ni el valor ni la fe en Jesucristo…
¿Es necesario explicar que la fe cristiana sigue siendo un «escándalo» cuando se vive en su total radicalidad? Los testimonios de esta colosal mujer, de Shahbbaz Bhatti y de tantos millones de perseguidos por el nombre de Jesús, nos deberían llenar de pasión por la verdad. Nos enseñan a ser libres. Nos muestran el precio de la sangre derramada en la Cruz. ¿Mejor ejemplo de por qué ayunar esta cuaresma? Para que a Asia Bibi no la ahorquen. Y que nos siga iluminando con sus ojos enamorados de su marido, de sus hijos, de Cristo.