Con cierto desparpajo el Instituto Nacional para la Educación de los Adultos (INEA) nos informaba, la semana pasada, que existen 33 millones de mexicanos en lo que se llama, de manera eufemística, “rezago educativo”, y que no es otra cosa que analfabetismo.
Un país con ese extraordinario obstáculo es imposible que pueda tomar el rumbo del desarrollo humano integral, que es el desarrollo al que debemos aspirar. La desigualdad es extrema: de esos 33 millones, cerca del 30 por ciento son indígenas, más del 50 por ciento mujeres, y el resto hombres que se ganan la vida en profesiones mal remuneradas y cuyo desgaste físico es brutal: albañiles, campesinos, pescadores…
Estos días el INEA ha propuesto una Jornada Nacional de Incorporación y Acreditación en todo México, a fin de que los mayores de 15 años puedan acreditar su educación básica. Una Jornada de bajo perfil cuya misión es que los adultos se den cuenta de que es importante completar su ciclo de educación básica para poder acceder a mejores niveles de vida.
Pues sí, es importante, pero requeriría de una cruzada de más grandes dimensiones que una burocrática Jornada de dos días. Requeriría desempolvar la campaña que José Vasconcelos emprendió entre 1920 y 1924 contra el analfabetismo y a favor de la difusión de la literatura en los más recónditos lugares de la geografía nacional. Siendo Rector de la Universidad Nacional y Secretario de Educación, Vasconcelos generó una idea que, hasta ahora, no ha tenido parangón: incorporar a todos los mexicanos que sepan leer y escribir a inscribirse como profesores honorarios de educación elemental, y enseñar, al menos una vez a la semana, de forma gratuita, a sus compatriotas en desgracia.
Don José usaba una frase que hoy ni muertos usarían los encargados de la educación pública. Él hablaba que mediante la alfabetización voluntaria, honorífica, gratuita y solidaria, los mexicanos “nos redimiríamos por la educación”. La connotación de cruzada y redención era, claramente, religiosa: para Vasconcelos, como para gran parte de humanistas y educadores de su tiempo, salvar el alma del hombre era una tarea tan esencial como nutrir bien su cuerpo. La convocatoria de Vasconcelos surtió un efecto maravilloso: por una temporada (luego vino el poder de Calles y la incorporación al partido único de la vida social, cultural, laboral e intelectual del país) México se mostró solidario, apegado a los ideales del lema de la Universidad Nacional —que acuñó el propio Vasconcelos— de que por la raza mexicana (“la raza cósmica”) habrá de hablar el espíritu.
Hoy no habla ni el espíritu ni nada: habla la cacofónica cháchara del televisor o el ruido elemental de la radio, con su onda grupera, sus majaderías dizque progresistas y sus guturales sandeces que empapan de sinsentido al lenguaje, que es la herramienta, justamente, de la redención.