Es un libro maravilloso de un Papa maravilloso. Lo publicó en el año 2000 la editorial Planeta, en su colección «Testimonio» que dirigía nuestro amigo Álex Rosal. Su lectura abarca toda la bondad y la fortaleza del «Papa Bueno», del beato Juan XXIII, aquél que –según la prensa de su tiempo—había sido elegido como «un Papa de transición» por su edad avanzada (77 años, lo mismo que el actual Papa, Benedicto XVI), y terminó revolucionando la vida de la Iglesia al convocar el Concilio Vaticano II.
Orar para salvarnos
«Un día sin oración es como el cielo sin sol, o un jardín sin flores», escribió Juan XXIII. Así, con esa sencillez llena de colorido, de vida íntima con el Señor y de sabiduría propia del pueblo, Angelo Giuseppe Roncalli dejó su testamento espiritual. Para él, «la oración es el aliento del alma»; siguiendo a san Alfonso María de Ligorio, pensaba que «quien ora, se salva; quien no ora, se condena».
Para el Papa Roncalli, «nuestro deber es ser santos». Pero no santos alejados del mundo, pues «santidad quiere decir vida pura (…), justicia perfecta en las relaciones sociales».
Combinar la fe y las obras: «ni fe sola, ni obras solas, sino la asociación perfecta de la una y de las otras». El Papa pensaba y actuaba muy en consonancia con aquellas terribles y proféticas palabras de Léon Bloy: «Sólo existe una tristeza, la de no ser santos». Y enderezó todo su magisterio para que la Iglesia volviese a proclamar la hora del laico, es decir, la hora de la santidad en la vida cotidiana, en lo más humilde del trabajo, en la redención de los otros a través del amor, a ejemplo del amor infinito de Jesús por sus hermanos los hombres: «Todo lo que nos acerca a Jesús es bueno», decía. Y remataba: «Todo lo que nos aleja de Jesús es malo y funesto».
Firmes en la fe
Si algo caracterizó al Papa Juan XXIII –«un regalo para la Iglesia», según lo llamó Juan Pablo II—fue la firmeza inamovible de su fe sencilla y, al mismo tiempo, informada. No la llamada «fe del carbonero», sino la de aquel que hace de la Ley del Amor su única bandera. Sobre todo porque, tal y como lo indica su raíz hebrea, el amor del que hablaba Jesucristo es conocimiento.
Voy a tratar de resumir en una oración del propio beato Juan XXIII la enseñanza de su testamento espiritual:
«Debemos estar firmes en el Señor, para conservar aquella estabilidad y firmeza que es la distinción de los hombres fuertes y decididos. Firmes en la fe ante los halagos del error, con los que Satanás, transfigurado a veces en ángel de luz, intenta hacer olvidar la herencia sagrada del cristianismo. Firmes en la moral, en la práctica generosa de los diez mandamientos, de los preceptos de la Iglesia, y de las catorce obras de misericordia, para resistir a las seducciones que aquí y allá dejan oír su voz de sirenas embusteras. Firmes en el Señor, para conocerlo, amarlo y servirlo, alimentados por la gracia, con su misma vida, alimentados con su precioso cuerpo, que es prenda de vida eterna y de gloria futura. Firmes en la obediencia fiel a la sagrada jerarquía, que representa a Cristo en medio de vosotros, asegurándoos la autenticidad de vuestro homenaje a Dios».
Muchos secretos se extraen de este libro. Pero hay uno, que nos lo dice como en susurro el «Papa Bueno» y que puede convertirse en ley de nuestra vida: «El secreto de la verdadera felicidad y de la paz es la sumisión humilde a Dios».
JUAN XXIII. Orar. Su pensamiento espiritual. Selección y traducción de José Luis González-Balado. Editorial Planeta. Barcelona, 2000.