Los pillos de callejuela saben muy bien el truco: mientras uno roba la cartera del pacífico ciudadano, otro sale corriendo y otro más grita «¡al ladrón, al ladrón!», señalando a su compinche que ha puesto pies en polvorosa. El ladrón se queda muy campante con la cartera y se reúne con sus cómplices más tarde, para repartirse el botín.
Este modo de operar me lo recordaron las estúpidas y malévolas críticas al Papa Benedicto XVI durante su viaje a África. El Papa dijo una verdad que ha sido corroborada por gente muy competente –y nada «mocha»—en el ámbito de la ciencia: que el preservativo no es, ni con mucho, una «política» adecuada para atacar la pandemia del SIDA; pandemia que asuela al Continente Negro.
Fueron estúpidas porque, lejos de buscar datos e investigaciones serias sobre la eficacia del preservativo, se fueron con la corriente auspiciada por las grandes trasnacionales productoras de preservativos y los laboratorios que han tomado a África como un botín de guerra, que no piensan soltar para nada.
Fueron malévolas porque pasaron por encima de las experiencias exitosas —por ejemplo la de Uganda— en las que, más que la promoción del preservativo, ha funcionado a las mil maravillas la promoción de la fidelidad para bajar el número de infecciones de SIDA.
El Papa no ha dicho otra cosa más que la Palabra de Dios. Y la ha dicho con profundo corazón de pastor, con un amor inmenso hacia África. Fue un viaje de esperanza al centro del continente que ha sido, desde hace mucho, el pudridero del colonialismo occidental; el crisol de las más perversas prácticas de explotación que haya concebido el hombre.
En lugar de apoyarlo, los intereses comerciales, los expansionismos políticos, los zares del armamentismo y los codiciosos traficantes de muerte, secundados por un coro cada vez más infame de medios de comunicación y dizque «líderes de opinión», se le lanzaron a la yugular, llamándole de todo y gritando: «¡al ladrón!», cuando los ladrones son ellos.