La familia olvidada

 familia-tvCómo la ausencia de políticas públicas a favor de ella en el campo de la comunicación social la van carcomiendo hasta dejarla sin carne; descarnada.

Conferencia dictada en Culiacán – 3 de Marzo de 2016

 INTRODUCCIÓN:

  1. ¿Qué es lo que quiero decir? Que la familia importa (como importa, sobremanera, averiguar qué es la vida, como nos dijo en su conferencia inaugural el padre Cely). Y que quienes la quieren destruir, en nombre de quién sabe qué “novedad”, “no saben lo que hacen porque no saben lo que deshacen” (G.K. Chesterton).
  2. ¿Cuál es el sentido de esta charla? Que nuestras familias tengan calidad de vida (de nueva cuenta, lo relaciono con lo dicho hoy por el padre Cely).  Porque con la dictadura de las pantallas ya “lo mejor no es enemigo de lo bueno”, ya muchos ya no reconocemos “lo mejor”.  Ni “lo bueno”.  Padecemos una “ceguera moral” pronunciada (Z. Bauman).
  3. ¿A dónde quiero llegar? A plantear dos estrategias sencillas, en nuestra mano, para tratara de modificar las políticas públicas que destrozan a la familia tradicional, unidad básica de la salud social (como lo expresó el Rector Magnífico de esta Universidad, el padre Javier Antuna).  Estas dos estrategias –lo adelanto—son: a) exigir una patente para los que producen comunicación pública (K. R. Popper) y el ejercicio de la lectura como resistencia ante el tsunami destructor de la vida buena que ha tocado no los litorales, sino el centro mismo de lo sagrado que hay en el hombre (P. Laín Entralgo, san Juan XXIII).

NOTA

Miren ustedes: soy periodista.  Creo en el “poder” de la palabra.  Más aún, de la palabra afincada en Cristo.  Y hablo desde esa “continua apropiación experiencial de tipo descriptivo explicativo que el ser humano va haciendo del mundo y de sí mismo” que es el conocimiento, según nos lo explicó el padre Cely, citando a Bernard Lonergan).

Es decir, hablo desde lo que conozco.  No de lo que me invento.  He meditado sobre esta materia.  Discutido en foros.  Publicado libros, artículo, ensayos…  Lo he discutido con mi mujer –que es la mejor escuela de aprendizaje–, con mis hijos (que me han mandado a volar, pero no tanto pues al final han reaccionado de manera maravillosa)…  Estoy cierto de que puedo decirles algo que les sirva.  Y sirviéndole a ustedes, me sirve a mí.

DESARROLLO

Pongamos las cosas en contexto.  Una conferencia parte de una intuición.  Como un libro, como, quizá también, una profunda relación de amistad.  Esa intuición se despliega en preguntas.  Y las preguntas suscitan respuestas: transitorias, provisionales.

La intuición

es que la familia está desmoronándose y que muchos lo achacan a las difíciles condiciones económicas por las que atraviesa México.  Pero no es así, al menos no es así del todo.  Hay una parte no explorada en la ausencia de políticas públicas frente a los medios de comunicación abiertos, comerciales, sin restricciones de ninguna especie, tanto de producción como de emisión de contenidos.  Tibias y desmayadas son las “restricciones” que a nadie importan. Mucho menos a quienes deberían importar. Por ejemplo, las clasificaciones y los horarios de los programas de televisión.

Todas estas anomalías, que no se notan ni se difunden, son las que intentaría definir aquí.  ¿Por qué?  Porque, a mi juicio,  aceleran la disolución de la familia tradicional: la “fábrica de humanidad” de la que hablaba Chesterton.  La echan al vacío.  La ponen a pelear entre sus miembros.  Los padres no reconocen las conductas –ni la abulia– de sus hijos; los hijos no reconocen fuente ninguna de autoridad…  Y lo que se desarregla, tristemente, es esa fábrica preciosa de humanidad, de civilización, de cultura, de misericordia.

PRIMERA PARTE

No quisiera cargar las tintas.  Pero estamos frente a un fenómeno global que no habíamos conocido previamente.  El fenómeno de acercar lo lejano y alejar lo cercano.  Hoy los adolescentes tienen más amigos en Finlandia que en el barrio donde viven.  O creen tener más amigos.

Porque las redes sociales –otra de la zonas donde nadie puede poner trabas– son trampas falsas de identidad.  En el barrio yo pertenezco al barrio.  Mi identidad es la del barrio.  En las redes sociales yo no tengo identidad.  La red me pertenece a mí.  Y me salgo cuando quiero.  Cuando alguien me molesta.  O me disgusta.  O no piensa como yo pienso.

Entonces, si eso puedo hacer con mis “seguidores”, ¿por qué no puedo hacer lo mismo con mis papás, mis hermanos, la tía regañona o el abuelito que repite la misma historia de los años del caldo?

La otra cuestión es lo que Umberto Eco llamó –en el periódico italiano La Stampa—“la invasión de los imbéciles”.  El recientemente fallecido semiólogo y novelista italiano declaró: “Las redes sociales le dan derecho de hablar a legiones de idiotas que antes hablaban solo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad.  Entonces eran rápidamente silenciados; pero ahora tienen el mismo derecho a hablar que un Premio Nobel.  Es la invasión de los imbéciles.”

Antes ya nos habían invadido con la televisión encendida 8 horas en promedio al día en los hogares mexicanos.  Es el clavo, el de las otras pantallas, que culmina la cruz en la que están siendo martirizadas nuestras mejores enseñanzas.

PASOS INTERMEDIOS

  1. Nadie quiere tocar estas cuestiones, salvo los críticos y los santos.  Pocas veces van juntos unos y otros.  Y el desatino gubernamental –suponiendo que el gobierno en cuestión (da lo mismo el color, en estos todos se igualan) tenga clara la idea que una buena política pública sirve para cuidar los intereses del público y no los intereses del mercado– goza de un extraordinario margen de maniobra.  Se escuda en la exigencia de libertad total en la sociedad líquida que tan bien ha descrito Zygmunt Bauman.  Una sociedad que pide derechos.  Los reclama.  Está dispuesta a tomar las calles por cada uno de ellos.  Los reales (qué bueno) y los inventados o ampliados (qué desastre).  Pero a la que nadie puede “amenazar”, ni de lejos, con algún deber.
  2. Que la adicción a la pantalla es una adicción de “droga dura” lo demuestran infinidad de estudios. Cumple todos los pasos de una adicción. Es más, los mejora: siento que lo puedo controlar; no le pongo límites de tiempo; digo que me puedo salir cuando yo quiera: uso de todos los medios a mi alcance para justificar mi enganchamiento a la pantalla y, cuando termino de usarla me siento con un inmenso vacío (que repite el círculo vicioso porque vuelvo a buscar que “algo”, lo mismo, “lo llene”.  Toda adicción nos vuelve locos.  Porque es locura –decía Einstein—que haciendo lo mismo esperemos resultados diferentes).
  3. Sea la televisión o sea la computadora o el celular los problemas de salud (somos el número uno en obesidad infantil, en diabetes); de comportamiento (primer lugar en hostigamiento escolar) o de corrupción (somos el 103 de 175 países del mundo), deberían llamarnos a los mexicanos a una enorme revisión de lo que estamos haciendo. O, más bien, de lo que no estamos haciendo.
  4. Y lo que no estamos haciendo son políticas públicas que detengan el deterioro de la familia y la empujen a cumplir su papel esencial como escuela de solidaridad y dadora de esperanza.
  5. Hagamos un breve repaso de lo que las pantallas muestran. Violencia: déjenme decirles que los contenidos de violencia son cinco veces más frecuentes en los programas para niños que en los programas para adultos.  Sexo adelantado: el promedio de horas de Internet es de 6 horas por mexicano al día.  Los niños comienzan a entrar a los 8 años de edad.  Y tienen disponibles, prácticamente sin restricción alguna –salvo las advertencias de la mamá—mil 500 millones de páginas pornográficas. Desprecio por el otro: si la televisión e Internet desplazan los tipos activos de recreación; disminuyen el tiempo dedicado a jugar con otros niños; hacen que tengan menos tiempo para usar su imaginación y para pensar; para los deportes, la música, el arte; reducen el tiempo disponible para la conversación y el intercambio de opiniones; constriñen las interacciones sociales con la familia y las amistades y reprimen la inclinación a la lectura, adivinen ustedes qué puede importarle el otro, la existencia del otro.  Un pepino.
  6. Vuelvo a Chesterton. La cita completa es la siguiente: “El negocio que se hace en la casa es nada menos que formar los cuerpos y las almas de la humanidad.  La familia es la fábrica que produce la humanidad”.  Hoy esa fábrica está en otra parte.  Está en los cerebros de los mercachifles con poder.  Ellos han hecho que en países como el nuestro –tan guadalupano, tan festivo con el Papa Francisco—y según la Encuesta Nacional de Valores de la Fundación México Unido (“¿Hacia dónde vamos?”) el valor número uno de las familias sea “Bienestar material” versus “Unidad”, que era el más apreciado hace la friolera de 15 años…  Y que un valor tan apreciado por los medios como el de “Placer sexual” haya sustituido, en este último lustro, al valor de “Tradición”.  Lo dicho: en esta imposición de sociedad juvenil, lo viejo es caduco.  Y lo caduco se descarta.  Estamos en el pleno de la cultura del descarte.
  7. Si nuestra intuición era que la familia se está desmoronando por el embate de las pantallas (el triple play: televisión, celular e Internet) ante la ataraxia del Estado, que está dejando sin sanción ni norma lo que más daña a la “fábrica que produce la humanidad”, ¿entonces? ¿Qué hacer?  El Papa le dijo a los religiosos en Morelia –nos lo dijo a nosotros también—que el peor de los pecados que podían cometer ante la violencia y el desorden generalizado era el pecado de la resignación, el “ya pa’ qué” tan mexicano y tan depredador.  ¿Cómo que “ya pa’ qué?
  8. Alguna vez una amiga que fundó una organización de ayuda a los papás que tienen hijos con alguna discapacidad, y que los ayuda en el momento mismo que reciben la noticia de parte de los médicos de que su hijo tiene esto o lo otro; alguna vez esta amiga (la escritora e investigadora Alicia Molina de Prieto) me dijo algo que se me quedó muy grabado: que, de ordinario, al darles la noticia a los padres del recién nacido con Síndrome de Down o con parálisis cerebral, por citar un par de ejemplos, les dicen “ya no hay nada qué hacer”. Y ellas –las personas de esta fundación—tienen por misión acercarse a los desolados padres para decirles que no hagan caso, que, en realidad, “hay todo por hacer”.
  9. Pues lo mismo digo con respecto al tema que nos ocupa el día de hoy. Nos han robado lo que Javier Elguea llama “la riqueza espiritual”, en este caso de la familia.  No hay políticas públicas que favorezcan su desarrollo espiritual (ni material: aquí es el “sálvense quien pueda”).  Dios, los padres, los maestros, los sacerdotes; los formadores tradicionales de los valores andamos a la deriva, como ovejas sin pastor, hablando lenguajes inexplicables para los hijos de la pantalla. Y no atinamos a encontrar una puerta para salir a la luz y construir, como decía Avishai Margalit, una “sociedad decente” (en la que la autoridad no humille al ciudadano) y una “sociedad civilizada” (en donde los ciudadanos no nos humillemos entre nosotros mismos).

ATERRIZAJE

Aborrezco las conferencias –igual que ustedes, seguramente—en las que el sujeto conferenciante asesta un menú de respuestas tópicas, almibaradas, inútiles, a los alicaídos asistentes al foro.  Yo soy un católico que resultó periodista.  Y como tal, no me fío de tener respuestas.  Ni de saberlo todo.  Expongo el malestar y ensayo alguna salida, con la íntima convicción de que con ella, con esa salida, no me estoy escabullendo de lo esencial.  En mi libro La familia secuestrada y cómo liberarla de la pantalla propuse dos cuestiones que ahora resumo.

La primera tiene que ver, justamente, con el ámbito de lo público, de las políticas públicas.  La segunda con el ámbito de la intimidad (y también de las políticas públicas: la lectura.

PRIMERA PROPUESTA

  • Pocos años antes de morir, el filósofo inglés Karl R. Popper escribió un texto furioso en contra la incapacidad del Estado, de la sociedad y de los padres de familia por controlar el influjo de la televisión en las nuevas generaciones. Popper –a quien nadie podría acusar de “conservador”– veía la pequeña pantalla (y eso que no había celulares ni Internet) como una amenaza directa a la democracia, a la ciudadanía y a la paz. Implícitamente, una amenaza a la familia.
  • El artículo de Popper, incluido en La televisión es mala maestra, lleva un título muy interesante: “Una patente para producir televisión”. En efecto: ¿quién pone un examen a los que tienen en sus manos millones de conciencias?  ¿Qué tipo de trabas encuentra un publicista que quiere mentir haciendo pasar gato por liebre; cubeta por súper lavadora automática; perfume con baño de seducción; tienda departamental con señal de identidad?
  • Dicho de otra manera: ¿qué restricción hay para un conductor de noticias que falsee la realidad a favor de sus propios intereses, o los de su empresa, o los de su tío el presidente de quién sabe qué grupo financiero? Nadie, ninguno, no existe, serían las respuestas que daríamos nosotros, tras una muy breve reflexión. 
  • Lo mismo pensaba Popper, autor del célebre La sociedad abierta y sus enemigos, quien afirmó que “una democracia no puede existir si no se somete a control la televisión que se ha convertido en un poder político colosal, potencialmente se podría decir el más importante de todos, como si fuera Dios mismo quien hablara”.
  • La televisión es una industria sin control. Puede hacer y deshacer desde el lugar privilegiado, al que no entra nadie más que ella: la sala de la casa.  A la mayor parte de las profesionales –médicos, contadores, ingenieros, abogados, etcétera—se les da una patente para ejercer su oficio.  Sin ese registro –avalado por el Estado quien es el garante del bien común—no pueden ejercer.  O sí pueden, pero corren peligro de ir a la cárcel.  Profesionales como los de la medicina se están certificando constantemente. ¿Por qué los que producen televisión (o internet, o material para las redes sociales, o videojuegos) no están sometidos a control alguno, salvo el bastante difuso de no ofender, fracturar, lesionar “la moral y la paz pública”?
  • Ésa era la inquietud de Popper, sobre todo cuando observaba cómo iban subiendo los índices de violencia juvenil, directamente ligados al número de horas que pasaban frente a la tele los adolescentes de grandes centros urbanos. Y tal era la amenaza contra la democracia, la ciudadanía y la familia que advertía a fines del siglo XX: que la televisión no estaba produciendo un modo civilizado de comportamiento entre las nuevas generaciones. Por una razón: porque un modo civilizado de comportarse proviene de reducir la violencia.  Lejos de esto, la adicción a la pantalla la aumenta con sus toneladas de pornografía, vulgaridad, asesinatos y violaciones a la dignidad de la persona en sus programas, series y hasta en la caricaturas.
  • “En Alemania –concluía su alegato Popper—no había televisión bajo Hitler, aún cuando su propaganda se construyó sistemáticamente casi con la potencia de la televisión. Creo que un nuevo Hitler, con la televisión, adquiriría un poder infinito”.

SEGUNDA PROPUESTA

  • La otra propuesta, si bien tiene que ver con las políticas de fomento de la “riqueza espiritual”, en este caso de la lectura, lo cierto es que también tiene que ver con el ámbito familiar, íntimo. Leer y leer bien nos hace dueños de nosotros mismos.  Lejos de creer que nos puede pasar lo de don Quijote, que según Cervantes enfermó del mucho leer y del poco dormir, lo que puede llegar a fomentarnos es el lenguaje.
  • La capacidad de decir nos dice lo que somos. Y de construir los grandes principios, las virtudes que nos colocan en seguida en la línea de la ciudadanía.  ¿Leer lo que me da la gana?  Sería tanto como decir que una buena alimentación consiste en comer solamente pasteles.
  • Leer aquello que me provoca al bien, que me invita a imaginar la trascendencia por medio de la belleza, que amplía mi mundo.  Porque hay que recordar el famoso aforismo de Ludwig Wittgenstein: «los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo» (Tractatus: § 5.6).  Un lenguaje enano, depredado, como el de los conductores de programas de la farándula, hace un mundo enano, limitado, pequeñísimo.
  • Leer –decía mi maestro don Pedro Laín Entralgo—nos hace ser nosotros mismos, nos hace ser de otra forma; nos hace ser más. El fomento a la lectura no es un acto cosmético: es parte fundamental de la sociedad que hemos construido.  Porque el que lee penetra en su propia historia.  Y el que conoce su propia historia, difícilmente es manipulado por la industria del espectáculo o por las mentiras de la vacuidad.
  • Finalmente, en su maravilloso Decálogo de la serenidad, san Juan XXIII, con esa sabiduría sencilla, de pueblo, que le caracterizaba, decía que una de las cosas que “solo por hoy” debo hacer es dedicarle al menos 10 minutos a la lectura de una buen libro espiritual; de un libro formativo; de un libro que me enderece el camino del alma. Yo entiendo esto como “menos televisión y más Evangelio”, así como Lou Marinoff popularizó aquello de Más Platón y menos prozac. 

A MANERA DE ESPERANZA (CONLUSIÓN)

Son dos propuesta muy modestas, lo sé.  Pero cada día descreo más de las propuestas grandilocuentes.

En el mayor del 68, los estudiantes parisinos decían “Queremos al mundo y lo queremos ahora”.  No sabían que les estaban dando armas a las grandes potencias de la pantalla.  Su oferta es que nos dan al mundo en las yemas de nuestros dedos.

El filósofo y profesor francés Michel Serres acaba de escribir un libro que intituló Pulgarcita, en honor a la escritura veloz –con los pulgares– en el teclado del celular de su nieta.  Habla del nacimiento de un nuevo mundo.  Que no estamos en condiciones de conocer.  Ni de prever sus derroteros.  Lo único que puedo adelantar es que, si ese mundo lo dejamos solo, si a “Pulgarcita” solamente le queda su pantalla, la estaremos condenando al peor de los destinos que “Pulgarcita” puede tener: a la soledad acompañada.  Al anonimato de neón.  A la adicción narcisista de las redes sociales (“nadie es tan guapo como sale en su perfil de Facebook… ni tan feo como sale en su credencial para votar con fotografía”), en fin, la estaremos condenando al control de un monstruo que no tiene cabeza.  Que hace tiempo la puso en huelga.

Un monstruo cuyo corazón ni siquiera es de piedra: es de dinero, prestigio, poder y fama.  Que se ha hecho un dios de sí mismo.  Y que ha confiscado el donativo más hermoso regalado por Dios al ser humano, la libertad.

Muchas gracias por su enorme paciencia.

Culiacán, 3 de marzo de 2016