Encuentro personal

papa-francisco-sonrisaEs una de las aspiraciones máximas de los mil 300 millones de católicos que hay en el mundo. Un privilegio poder saludar al Santo Padre Francisco; poder intercambiar unas palabras con él y pedirle bendiciones para la familia, la empresa, el país.

El sábado pasado lo hice, junto con un grupo de alto nivel –el nivel era de ellos—que acudimos al Pontificio Consejo de las Ciencias y de las Ciencias Sociales, para reflexionar sobre la trata de personas como una esclavitud moderna. Pocas veces he sentido más tranquilidad frente a un personaje de esta talla. Parecía que estaba con mi párroco. Y no es detrimento de mi párroco que lo digo. Es a favor de una simplicidad a la que debemos acostumbrarnos como forma de vida.

El Papa Francisco respira una honda sencillez. Su mano es cálida, su sonrisa un monumento a los principios de quien ha escogido su nombre: todos somos hermanos. Ni por arriba ni por abajo. Lo primero que hizo al salir de su hotel (el ya célebre Santa Marta), fue ir a saludar de mano a los dos guardias que cuidan la entrada. Nada de vallas de seguridad; nada de locuras extrañas. Un Papa creíble, que ha hecho que la gente de todos los continentes y los colores, de todas las geografías, desde el taxista romano que “jamás” se ha parado en un templo católico, hasta las miríadas de japoneses con cámaras en ristre, vean hoy a la Iglesia como un faro de luz en medio de tinieblas.

Sin embargo, el Papa no puede hacerlo solo. Va adelante. Pero lo tenemos que seguir con nuestro testimonio. La simpleza es Jesús. Su Vicario la pone en la cancha, pero somos tú y yo los que pateamos el balón.

Publicado en El Observador de la Actualidad