Como si Dios hablara

Las encuestas se equivocaron poquito. La maquinaria funcionó. El apoyo de la imagen llevó al triunfo a Enrique Peña Nieto, triunfo lo suficientemente holgado como para que esta semana respire el PRI con más tranquilidad. También se llevó Chiapas y Jalisco. Yucatán lo sostiene. El PRD se haría de dos gubernaturas. Sin embargo, la gente se pregunta: ¿dónde está la novedad del PRI? Quizás en la elección de un candidato desenvuelto frente a las cámaras. Pero los métodos de la elección son los mismos de antes. Miento: perfeccionados. Un país con sesenta millones de pobres, el único lujo que puede darse es mirar las telenovelas y los reality. Y puesto a elegir, mejor el galán que el luchador social o la señora de la casa.

Dije aquí que estábamos en el grado cero de la política, entendida como una articulación social hacia la justicia y la paz. La convertimos en opinión de todo y defensa de nada. Según se perfila el Congreso, Enrique Peña Nieto no tendrá mayoría. Y va a lidiar con la sombra del “Yo soy 132” a lo largo, por lo pronto, del primer año en Los Pinos. Tendrá que pagar multitud de facturas. Todas se cobran. Y se cobran mucho antes que el cumplimiento de los compromisos firmados ante notario y un sinfín de acarreados.

El ciudadano mexicano, como en el siglo XIX, sigue siendo un ciudadano imaginario. Alguien que asoma la cabeza en periodo electoral, le dan una camiseta, una cubeta, a lo mejor quinientos pesos, una despensa y una gorra, y le piden su voto. Luego, vuelve al lugar donde se encontraba previamente. A esperar seis años. O tres, si vive cerca de alguna capital. La brecha entre gobernantes y gobernados es tan amplia como la que hay entre los pocos muy ricos y los muchos muy pobres. ¿Peña Nieto tiene el bagaje histórico, cultural, doctrinario, técnico, partidista como para cerrarla?

Lo dudo. Y no nada más por él. Por lo que hay detrás de un sistema político como el mexicano, semejante a la inteligencia de Muerte sin fin de Gorostiza; un sistema que “todo lo concibe sin crearlo”. El cálculo de los “costos” políticos nos ha metido en el pantano. Como sociedad y como país, vivimos prendados de los acuerdos cupulares. Los monopolios nos repugnan, pero les echamos porras para que se alíen y salpiquen tantito. El peor de los monopolios es el de la imagen. Porque pone y quita gobernantes, modas, destinos. Un poder tan grande como el de la televisión, sin control democrático, es, diría Popper, “como si Dios hablara”. Con una diferencia. Su reino sí es de este mundo.

Publicado en Revista Siempre!