Una epopeya que se hizo película

El estreno nacional, en 200 salas, de Cristiada, tuvo poca repercusión en prensa y buena acogida entre el público. No es novedad. El contenido del filme, basado en los acontecimientos crueles de 1926 a 1929, cuando el gobierno de México, concretamente el de Plutarco Elías Calles, prohibió de hecho a la Iglesia ejercer su ministerio, pone en entredicho la política anticatólica, emanada de la Revolución Mexicana y de la Constitución de 1917; que fue «política oficial» hasta 1992, cuando, tímidamente, se reformó la Constitución y los católicos dejaron de ser ciudadanos de segunda.

Libertad religiosa

Apenas hace un mes y medio, el Senado de la República aprobó que en el artículo 24 de la Constitución se introdujera la «libertad de religión». De inmediato, las huestes anticlericales se pronunciaron en contra de la medida, supuestamente «regalo de la reacción» a Benedicto XVI –por su visita a México– y a la Iglesia católica en su conjunto.

Por eso, la película, dirigida por Dean Wright, escrita por Michael Love y actuada, entre otros, por Andy García (como el general «cristero» Enrique Gorostieta), Eva Longoria (como su esposa, «Tulita»), Peter O`Toole (como el Padre Christopher, en la vida real, San Cristóbal Magallanes) y Eduardo Verástegui (como el beato Anacleto González Flores), se estrenó el fin de semana pasado: era demasiado para un país con un pueblo profundamente católico y una clase política profundamente anticlerical.

Hay que recordar que el propio general Calles fue quien el 4 de marzo de 1929 –en plena guerra cristera—fundó el Partido Revolucionario Institucional (PRI), que desde entonces, y hasta el año 2000, gobernó al país.

Martirios y batallas

La película, producida por el joven empresario mexicano Pablo José Barroso, hablada en inglés y con un ritmo trepidante, intenta narrar, en poco más de dos horas, tanto los motivos de la guerra como los martirios de beatos y santos como el propio San Cristóbal Magallanes, cura de Totatiche (Jalisco); el niño mártir José Sánchez del Río o el beato Anacleto González Flores, «el hombre que quiso ser el Gandhi mexicano», según lo bautizó Jean Meyer, quien, además de ser el más importante historiador de este período aciago de la historia de México (cerca de 230 mil muertos), es el autor del nombre de «la Cristiada».

«No me cabe la menor duda –escribió Meyer en el prefacio del primero de los tres tomos de que se compone su investigación–, a la Cristiada se le puede leer como la Ilíada. Uno puede sentirse griego o troyano, no dejará de probar una emoción profunda al leer cada uno de los episodios de esta epopeya que pertenece al patrimonio de la humanidad».

Borrachera de poder

La película intenta capturar esa epopeya, y a ratos lo logra. Y logra transmitir la emoción de sentirse al lado del pueblo. Porque el levantamiento cristero no fue un levantamiento agrario (no querían repartir la tierra) ni político (tampoco acceder al poder): fue un levantamiento nacional, masivo, popular, de legítima defensa de un pueblo (el pueblo católico mexicano) que se sintió agraviado por la llamada Ley Calles, que motivó que el 1 de agosto de 1926 la Iglesia católica suspendiera los cultos.

En palabras de uno de los grandes historiadores de México, Luis González y González, «para los pueblos, la Iglesia es la madre y el Estado el padre; pues bien, en 1926, los hijos (los pueblos), vieron al padre borracho golpear a la madre: se indignaron». La historia de esa indignación tuvo una consigna (contraseña de los cristeros y razón del martirio de muchos que se negaron a cambiarla frente al pelotón de fusilamiento o ante la horca): «¡Viva Cristo Rey!». De ahí el nombre de «cristeros». Esta consigna es recuperada por la película hasta hacer que, a la hora de los créditos y en el oscuro final, no falte el mexicano, entre exaltado, orgulloso y zumbón que la grite en medio de la sala de proyecciones.

Película intensa

La súper producción de Cristiada tiene como objetivo –según lo ha dicho Pablo José Barroso—hacer visible la historia que el oficialismo había tornado invisible. El resultado es exacto: cala en el corazón de la gente. Además de las escenas de guerra, del espléndido papel actoral de Peter O´Toole o de Andy García (encarnando el «misterio» de Gorostieta, antiguo general porfirista, exiliado y luego convertido en empresario productor de jabones, que entra a dirigir a los cristeros como un mercenario y termina convertido a la causa), tanto como el del niño Mauricio Kuri como José Sánchez del Río; hay una discusión final entre Gorostieta y el padre Vega (otro general cristero, sacerdote que tomó las armas) sobre la fe y la violencia que bien vale todo el film.

Es la misma discusión que tuvieron los obispos mexicanos de entonces. Es la misma disyuntiva que se le planteó al Santo Padre Pío XI. Y, finalmente, fue la base de los «arreglos» de 1929, cuando el gobierno «permitió» a la Iglesia operar y la Iglesia se acogió a una amnistía engañosa, que producirá la muerte –cazados como ratas por los federales—de miles de cristeros: ¿es posible instaurar el reinado de Cristo por medio de la violencia y las armas? ¿Los hijos se deben quedar callados cuando su padre golpea a su madre?