Mundo sin rostro

En las redes sociales ponemos a circular nuestro mejor yo. Se trata de un yo sin rostro. De un yo cuyo rostro, en el mejor de los casos, ha sido pasado por el tamiz de la autocrítica. Es lógico. Como cuando nos invitan a participar en un programa de tv: nos ponemos lo mejor que tenemos porque queremos retratar bien.

La nueva forma de relacionarse con el otro, me refiero a la nueva forma del romance, está en redes sociales. Acabo de leer un anuncio en un periódico español en el que convoca a solteras entre treinta y cuarenta y cinco años de edad a sumarse al mejor medio de búsqueda de pareja que hay en el mundo: una página de Internet. El anuncio dice que ya los bares, los centros de diversión, los antros, no son el mejor lugar para encontrar compañero o compañera. Que ahora es el universo digital de las redes sociales.

Lo sano y lo enfermo

Bodas entre personas que no se han visto jamás se van fraguando con vertiginosa aceleración. Las rupturas, es de preverse, serán igualmente rápidas. Todo el afán del cortejo, que es conocimiento del otro real, se ha cambiado por el intercambio virtual. Se trata de quitarle el rostro que el otro tiene para darle el rostro que yo quiero que tenga. Cosa muy diferente. El amor —sin ese romanticismo chabacano de las películas y las telenovelas— surge de la resistencia. Y del conocimiento. Sin que el otro me resista y sin que nos conozcamos a fondo (sobre todo nuestros defectos), no hay relación en profundidad. Hay una cosa vagamente similar. Algo de úsese y tírese.

Hace años leí un texto provocador: La Sabiduría del Amor, de Alain Finkielkraut (Gedisa, 1986). En él, el pensador judío francés señalaba que “el rostro del otro es doblemente saludable, en la medida en que libera al yo de sí mismo y en la medida en que lo desembriaga de su complacencia y de su soberbia” (pp. 32-33). El amor virtual es, justamente, la antítesis de esta doble salud; de esta doble sujeción que arrastramos como un pesado fardo: no libera al yo de sí mismo y le alimenta su complacencia. Cabría decir que ensoberbece al yo: lo hincha. Lo hace único en el mundo.

Cuidar mi rostro y darle rostro al otro es la nueva oferta que pone a la mano de todos (recuerde el lector que Facebook es, actualmente, el tercer país más grande del mundo, con cerca de 550 millones de habitantes, solamente detrás de China y la India) en el nuevo continente digital. Una caracterización singular que nunca se había tenido a la mano, salvo en el amor escondido de las muchachas de provincia. Y que motivó los versos aquellos de López Velarde en que se asomaban a la reja con la blusa cerrada hasta la oreja y la falda bajada hasta el huesito… Pero aún ellas mostraban su rostro. Y veían al rostro del otro. Hacían proximidad. Había projimidad.

No importa quién

Decía Levinás que la idea del prójimo surge de “un compromiso más antiguo que toda decisión que se tenga recuerdo”. El prójimo es un rostro, una presencia, una solidaridad. ¿Qué sucede cuando la presencia es virtual y el rostro se moldea y es moldeado por mecanismos tecnológicos de transformación de imagen? Que a aquella solidaridad se le va la memoria. La relación comienza de cero. Y acaba en cero. Los residuos no son ni dañinos ni exaltantes. Son un número en el número de seguidores de mi cuenta personal…

“Sólo en un mundo sin rostro el nihilismo absoluto puede establecer su ley”, escribe Finkielkraut (Ibid, p. 127). En el mundo sin rostro de las relaciones virtuales, la negación de la consistencia del otro —el nihilismo absoluto— puede convertirse en equivalente general de valor. De ahí que ya no importa quién, sino cuántos haya podido yo captar con mi mejor yo en la red social. La distinción se vuelve masa. Y la masa hace una sociedad sin personalidad. Sin posibilidad de amor. Porque “el amor se refiere al otro, a su debilidad, a su rostro, a su unicidad” y en “un mundo siempre a punto de ahogarse en las heladas aguas del cálculo egoísta o de la lisa y llana administración de las masas humanas” (pp. 141-142), en un mundo de relaciones sin rostro, el amor acaba por no tener peso, se vuelve soberbio: puro yo.

Publicado en Revista Siempre!