La tierra es prestada

El presidente de los Estados Unidos, Franklin Pierce, envió en 1854 una oferta al jefe Seattle, de la tribu Suwamish, para comprarle los territorios del noroeste de los Estados Unidos que hoy forman el Estado de Washington. A cambio, prometía crear una «reservación» para el pueblo indígena. El jefe Seattle respondió en 1855 en una carta que debería ser leída y releída por todas las generaciones.

Con maestría sin igual –aunque siempre se declara «salvaje» y que no entiende, como piel roja, lo que el hombre blanco quiere decir cuando dice «comprar» la tierra—le muestra al presidente Pierce y, de paso, a toda la civilización, que ellos, los pieles rojas, no pueden vender algo que no es suyo, que no les pertenece, que lo tomaron prestado de sus hijos, y del Creador. Llega incluso a mofarse del afán de especulación que ronda todas las ofertas del hombre blanco. Y le recuerda (nos recuerda) que hay cosas, la Creación entera, que nos han sido dadas gratuitamente por Dios, que no nos pertenecen, que no podemos comercializarlas:

¿Cómo se puede comprar o vender el cielo o el calor de la tierra? Esa es para nosotros una idea extraña.
Si nadie puede poseer la frescura del viento ni el fulgor del agua, ¿cómo es posible que usted se proponga comprarlos?
La exposición del jefe Seattle nos deja sin aliento. Es una de las piezas más bellas de lo que la Biblia manda cuando nos manda que nos hagamos señores de la tierra y cuando Jesús nos enseña que un señor es un servidor, nunca un depredador.
La tierra es preciosa, y despreciarla es despreciar a su creador. Los blancos también pasarán; tal vez más rápido que todas las otras tribus. Contaminen sus camas y una noche serán sofocados por sus propios desechos.
Al final de su carta, el jefe Seattle le pregunta a la civilización que no ha oído a Dios, que se ha vuelto ella misma la medida de todas las cosas:
¿Qué ha sucedido con el bosque espeso? Desapareció.
¿Qué ha sucedido con el águila? Desapareció.
La vida ha terminado.  Ahora empieza la supervivencia.